Una vez un amigo me preguntó si yo era una persona trans. No me causó extrañeza la pregunta pues mis redes sociales se habían convertido en un espacio propicio para la difusión de información sobre la vivencia y experiencia trans, con toda intención de combatir la transfobia, la discriminación, la desinformación, los sesgos, bulos, y los discursos de odio hacia la comunidad trans, que solo aumentan. Era una manera de aportar mi grano de arena al flujo de información de aquellas voces trans que querían hacerse oír y ser dueñas de sus narrativas, mientras su mera existencia se encontraba bajo un asedio constante de ataques en las calles, redes sociales y medios de comunicación.
“No”, fue mi respuesta a la pregunta que sabía estaba hecha con intención de apoyo; supongo que fue un “por si acaso te hacía falta, aquí estoy”. Sin dudas una pregunta muy valiente porque no todos se atreverían a hacer una pregunta personal de esa índole, tan polémica como lo es en sí la identidad de género, aunque se compartan lazos de amistad. Eso me hizo pensar en la probabilidad de que otras personas cercanas a mí tuvieran esa misma duda, debido a mi bombardeo informativo e interés en la temática. Un interés que no ha sido más que mi devenir en aliado de una comunidad, lo que yo considero mi pequeño activismo.
¿Cuántas personas en Cuba que debaten sobre la transexualidad y las personas transgéneros, a diestra y siniestra, pueden decir que conocen o mantienen una amistad con una persona trans? ¿Cuántas personas estarían dispuestas a tener una amistad con una persona trans? ¿Cuántas personas en vez de seguir haciendo suposiciones sobre la vivencia trans le preguntan directamente a alguien del colectivo? ¿Serían capaces de escucharlas sin que el prejuicio intervenga? ¿Cuántas personas leen textos escritos por autores trans en vez de leer a personas que no lo son?
Según un reporte de Just Like Us , una organización benéfica de jóvenes LGBTI, el 74% de las personas encuestadas que dicen no apoyar a las personas trans no conocen a una. Este reporte mostró que quienes conocen a una persona trans tienen el doble de probabilidades de convertirse en aliados.
¿Cuándo fue que yo pude escuchar, leer y hablar cara a cara con una persona trans? Tuve que ver a través de las pantallas, oír y leer a muchas personalidades trans, tanto las que estaban en la palestra pública en el centro de la discusión como a las que permanecían en las sombras del abandono, para entender un mundo que me era ajeno. Tuve que pasar por un proceso de deconstrucción de mis prejuicios aprehendidos antes de poder entrar siquiera como invitado a la casa de una persona trans. Entonces llegó la pandemia en el 2020, mi entrada a Twitter, una conexión con parte de la diversidad sexual y de género cubana y, dos años después, en el 2022, ahí estaba yo en la casa de Mel Herrera, mujer trans racializada activista por los derechos de las personas trans y pensadora decolonial, hablando sobre relaciones, “exes”, lo dura que estaba la cosa, de chismes, sus alergias, de la vida en general.
Que a nadie le quepa la duda de que yo era transfóbico. Mi primera noción de la existencia trans, como probablemente la de toda mi generación, llegó de una manera accidental: eso que nos pasa de niños cuando escuchamos o notamos algo de lo que los adultos no deseaban hablar. Una generación de niños creció en la sala de sus casas observando las novelas de violencia, sexo y asesinatos, sin ninguna preocupación por parte de los padres, pero cuando se tocaba el tema tabú, cuando se estereotipaba a aquellos personajes que no deberían existir, no les quedaba más remedio a los padres que decir, aunque sea, algo para evitar el vuelo de la imaginación. Cuando, por desgracia, la familia se cruzaba con el “travesti” del barrio, los adultos tenían que matar la curiosidad infantil por miedo a un posible contagio. Y de mano de nuestros familiares, entre lo que apenas se atrevían a decir, nos llegaba una terminología errada, prohibiciones y advertencias sobre un supuesto mal en la sociedad.
Mi segundo acercamiento fue motivado por la curiosidad morbosa que tenemos los adolescentes con los tabúes, lo antisocial, lo inmoral y lo políticamente incorrecto. Con lo trans abriéndose paso en medios audiovisuales, una sociedad adultocentrista en silencio, y un internet en manos juveniles habilidosas con las nuevas tecnologías computacionales y de teléfonos móviles, se nos hacía divertido saciar nuestra sed de conocimiento. Realmente, en Cuba, en mis años de adolescencia no teníamos acceso a internet. Lo más parecido a tener acceso a la información eran las bases de datos de Wikipedia o cualquier otra enciclopedia. El privilegio de tener una computadora me permitió conocer sobre el mundo y resolver muchas dudas que, sabía, si las preguntaba no iban a ser respondidas. Una etapa de mi vida que recuerdo conversando sobre conspiraciones a nivel mundial, crímenes, asesinos en series, chismes de famosos, salidas del closet, rumores de operaciones, cambio de sexo... Clandestino saber en el cual nos regocijábamos los contemporáneos.
Mi tercer acercamiento fue un choque fetichista, de sexualización y objetivación de los cuerpos trans. La sorpresa que nos llevamos muchos cuando descubrimos algunos de esos “inhumanos” sensuales, eróticos y jodidamente bellos. La caída accidental en alguna porno. El temblor en nuestras orientaciones sexuales, la duda, la confusión, la incomprensión de la atracción hacia esas corporalidades específicas. La destrucción de mi homosexualidad cisheteronormada por la existencia de los hombres trans. Jóvenes heterosexuales que a escondidas veían pornos protagonizadas por mujeres trans y mujeres cisgénero (no trans). Los estrambóticos hentais que jóvenes se pasaban en memorias y discos duros. Cuerpos suficientes para las masturbaciones, pero hasta ahí. El límite era la fantasía, la mente, la pantalla, los únicos derechos otorgados.
Mi cuarto acercamiento fue empático. En mis tiempos de universitario jugaba a ser cinéfilo; un hobby que arrastré de cuando estaba en el preuniversitario. Escuché con atención lo que me tenía que contar la pequeña representación trans en el cine a través de películas y series como The Danish Girl, Vestido de Novia, Euphoria, Orange is the New Black y cualquier subtrama relacionada que pudiera aparecer. Dejaron en mí la evidencia del papel fundamental que puede tener el cine en la vida de las personas, y la importancia de la representación en cualquier medio audiovisual.
Mi último acercamiento fue una conexión humana. Graduado de la Universidad Marta Abreu de Las Villas, en el suplicio de la cuarentena y en un contexto histórico en el cual el internet se estaba volviendo accesible para todos los cubanos, conecté con la comunidad trans cubana en redes sociales. La entrada de personas trans a la comunidad cubana de Twitter y de Facebook fue un impacto en la sociedad transfóbica. El acoso, las agresiones verbales y la patologización estaban a la orden del día. Una persona trans no podía compartir una foto existiendo, siendo feliz, sin recibir comentarios negativos. Se desataron los debates, las publicaciones, los hilos y los spaces en Twitter. Todos hablaban sobre la transexualidad, pero en ningún lugar veías a las personas transexuales liderando la conversación. En cambio sí las vi deprimirse, discutir, bloquear cuentas, cerrar sus cuentas, volver a abrirlas, retomar sus fuerzas, crear lazos comunitarios, encontrar aliados y hacerse oír. Sentí pena, angustia, rabia por ellas y junto con ellas. Una catarsis.
Ya no tenía solamente la narrativa trans de figuras internacionales. Había encontrado esa Cuba cuir que los medios oficialistas no visibilizaban. Las redes sociales me trajeron las crónicas de Mel Herrera, el arte de Kiriam Gutiérrez Pérez , el Archivo Cubanecuir de Librada González y otras tantas anécdotas de personas transfemeninas y transmasculinas cubanas. Todas ellas llegaron para contarme, a mí y al mundo, cómo es la vida trans en Cuba; cómo se buscan hormonas en una potencia médica sin recursos; cómo se sale de la precariedad cuando no te quieren ofrecer trabajo; cómo se caminan las calles con miedo a que la policía te detenga arbitrariamente por tu apariencia bajo acusación de desorden público o “peligrosidad”; cómo salir de los márgenes de la prostitución si es hacia donde te lanzan; cómo resiste Brenda Díaz , mujer trans cubana presa política en una cárcel de hombres; cómo se crean lazos nuevos cuando los familiares están rotos; cómo ser persona en un sistema comunista cubano.
Dos años de pandemia se convirtieron en escuela, en una ampliación de mi vocabulario, en un uso correcto de terminologías. En la sustitución de “el trans, la trans, el transexual” por “las personas trans, la mujer trans, el hombre trans”. Fue una recopilación de saberes y adquisición de conciencia sobre la lucha trans y su historia. Fue encontrar en cada texto de reivindicación de la lucha trans una similitud con la lucha antirracista: el racismo y la transfobia son coloniales. Un posicionamiento político ante la transfobia y el (cis)tema opresivo estructural e institucional. Una denuncia a las discriminaciones y un pedido por una ley integral de género.
En este contexto histórico actual, en el que la existencia trans es tan debatida como si se hablara de cuerpos sin vidas; en el que políticos acusan a todas las personas trans de depredadoras y duermen tranquilamente, como si nada; en el que se están esparciendo leyes antitrans, negando derechos y acceso a la salud; en el que el feminismo transexcluyente y la LGB Alliance se alía con la derecha más conservadora; en la que personas negras y personas trans seguimos compartiendo la deshumanización: yo, me encontré aliado.