Recuerdo mi etapa como bailarina con gran recelo. En ese entonces conocí el racismo y el gran sacrificio que significa entregarse por completo a la danza.
Cuando observo esas fotos que aún conservo en lo más profundo de un gavetero, me veo a mí, una niña de 9 años que apenas comía con tal de mantenerse en el peso ideal; veo una niña que lloraba cada vez que su profesora de ballet insinuaba que llegada la adolescencia "su cuerpo de negra" le impediría continuar bailando, una niña obligada a tomar agua caliente en las mañanas porque la preparadora física lo recomendaba como parte de una dieta que debía seguir al pie de la letra. Una niña que pensaba que su vida se acabaría si no lograba entrar a la Escuela Nacional de Ballet.
Fue en ese momento cuando viví los primeros episodios de ansiedad. Solía sentarme tras bambalinas, quedarme embobada con aquellos que habían logrado lo que yo tanto ansiaba y me preguntaba si algún día mi sufrimiento tendría frutos. Observaba detenidamente al elenco de la compañía, extrañada de no encontrar a ninguna muchacha como yo interpretando Giselle. A pesar de mi corta edad, intuía que en aquel mundo yo nunca iba a encajar, nunca sería aceptada... sin importar la cantidad de agua caliente que tomara :)
En el 2012 (año en el que supuestamente se acabaría el mundo, por cierto) realicé las pruebas para ingresar a la academia y fallé. Mi madre me había prometido comprarme una pizza luego del examen y eso era lo único que realmente me importaba...
El mundo no se acabó, mucho menos el mío. Fui feliz.