Stonewall y la predicción de los cuerpos que importan

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Ilustración por Laura Guibert

Algunos fragmentos e ideas de este texto aparecen en el artículo “Marsha P. Johnson y yo no nos parecemos tanto” publicado el 11 de julio de 2021 en la revista Tremenda Nota. Dos años después Subalternas publica esta versión ampliada y con importantes transformaciones.



El lunes 6 de julio de 1992, en Nueva York todavía continuaban las celebraciones del “Orgullo” de ese año. Poco después del desfile, un cuerpo fue encontrado flotando sobre las aguas del río Hudson, cerca de los muelles de la calle Christopher. La conmoción fue inmediata: era el cuerpo sin vida de la activista y drag queen Marsha P. Johnson, “The Queen”, “La madre de la liberación gay”.

Supe quién era poco después de haber iniciado mi propia afirmación de género y de llegar a las redes sociales. Solía publicar allí fotos mías con flores en el pelo mientras documentaba los cambios físicos, sobre todo la feminización facial, que me provocaban las hormonas. En cierta ocasión una persona me comentó en una de esas fotos: “Ahí te pareces a Marsha”, y me la mostró; “¿Sabes quién fue, no?”.

No recuerdo qué respondí. Probablemente la inquietud de suponer que por alguna razón ignota yo debía conocerla —u otra arrogancia de aquel entonces—, me haya llevado a decir que sí, que la conocía. Lo cierto es que cuando me di a la tarea de averiguar quién era aquella mujer de amplísima sonrisa, cubierta de extravagancias y con un ramillete de flores en la cabeza, fueron –y siguen siendo– más las dudas que las certezas.

Tanto de su vida, de su de género, así como de los detalles de su muerte, no se puede hablar con precisión. Escapan a toda explicación complaciente, perezosa y absoluta. Su propia participación en los disturbios de Stonewall, los hechos por los que más ha trascendido, se entiende a ratos como una leyenda. Me inquietó, sin embargo, saberla en una de las posiciones más marginadas y despreciadas incluso por el propio colectivo llamado LGBTIQ: era negra, drag queen, bisexual, neurodivergente, pobre, seropositiva, hacía trabajo sexual.


“Pay It No Mind”

Su niñez no fue muy distinta a la de muchas disidencias sexuales. Se travestía, recibió acoso, burlas y castigos. Su hogar cristiano y su entorno debieron ser hostiles como los de casi todas las personas que desde la infancia desobedecen los mandatos de género y sexualidad, y al patriarcado cristiano. Experiencias que inevitablemente me recordaron mi propia infancia y adolescencia. Cuando no había cumplido los cinco años y balbuceé lo que para mí era obvio y que, por alguna razón desconocida, nadie se daba cuenta: que yo era una niña. Me generaban una gran confusión la imagen y los mensajes contrarios que me devolvía el entorno. No comprendía por qué me trataban de varón. Por qué tanto acoso y burlas cuando solo estaba siendo. Siempre lo tuve claro: era una niña atrapada en un género y un rol equivocado.

Hoy se cree que los niños no tienen agencia, capacidad, voluntad, que no pueden saber ni tomar decisiones sobre su cuerpo, género y sexualidad. Los niños son niños, dicen, y sin embargo parecen no serlo cuando de obligarles y programarlos a ser cis y heterosexuales se trata. Posturas adultocentristas que consideran que la identidad de género se instala al llegar la mayoría de edad. Hoy se cree que las personas trans nacimos ya adultas, que las infancias trans no existen, y sin embargo hay evidencias de que sí, que muchos éramos conscientes de nuestro género y de lo que nos gustaba. Si no existíamos, entonces ¿por qué recibíamos tanto acoso, por qué corregían con ahínco nuestros gestos y porturas, nos decían “habla más fuerte, como los hombres”, “no seas marimacha”, “juega con los varones”?, ¿por qué nos sometían a disímiles técnicas correctivas de género en cuyo grado más alto se encontraban las agresiones físicas, castigos severos, terapias de conversión, que a más de uno condujo a suicidios y depresiones?

En 1963, a los 18 años, Marsha se mudó a Greenwich Village, en la ciudad de Nueva York. Allí no conseguía trabajos fijos. Llegaba con mil dificultades a fin de mes. Se vio sin hogar, desamparada, fue mesera, hizo trabajo sexual, la arrestaron un centenar de veces por salir desnuda, por “conflictiva” y hasta por llevar maquillaje. En una entrevista contó que, antes de los sucesos de Stonewall, había estado yendo a la cárcel durante diez años y a centros donde la recluían por temporadas y le administraban antipsicóticos. Un detalle importante, y muy poco referido por los medios, es que Marsha sufría de algunos trastornos nerviosos.

Su vida daría un giro al empezar a travestirse. “No era nadie, nadie de Nowheresville, hasta que me convertí en drag queen”, contó ella misma. Diseñaba sus trajes y su propio estilo: vestidos, pelucas y sombreros extravagantes, joyas glamorosas, ramilletes de flores y frutas en el pelo de vez en cuando. Así se paseaba por las calles y clubes de Nueva York.

En cuanto al género, fluía. Entre amigas drags, travestis y algunas maricas, se trataban en femenino. Era algo habitual. Pero no le molestaban los pronombres masculinos sobre todo cuando se presentaba con una expresión de género masculina. La investigadora de género Susan Stryker la describe como “gender non-conforming person”. La historiadora y archivista cubana Librada González Fernández en una conversación que sostuvimos especuló que Marsha, si viviera hoy, quizás se identificara como una persona no binaria.

Marsha P. Johnson en la marcha por el orgullo, New York, 1982 | Foto: Ron Simmons.

En una ocasión compartí una publicación sobre Marsha, de esas que solo vemos en redes en junio, donde se aludía a ella como mujer trans fundadora del movimiento LGBTIQ de los Estados Unidos. Un intelectual cubano gay salió a explicar que Marsha nunca dijo ser una mujer trans, y está en lo cierto. Marsha no tenía el vocabulario de género que existe hoy, lo cual no quiere decir que no existieran personas trans entonces. Incluso teorizar desde hoy sobre el género de Marsha es una especie de colonialismo epistémico y de género. Estamos mirando con lentes y categorías de hoy algo que ocurrió ayer, fuera de su contexto. Tal vez sea más fácil definir qué no era Marsha y, sin dudas, algo que no podemos decir de ella es que era cis y heterosexual, que era un hombre. Marsha era una disidente de género.

Hay un fragmento del documental Life and death of Marsha P. Johnson (Dir. David France, 2017) en el que aparece un grupo de hombres, aparentemente gays, reunidos en los muelles de la calle Christopher. Celebran que les hayan dejado ese espacio para relajarse. Uno de ellos ve llegar a Marsha y la presenta como “la reina del Village”, “una de las grandes”, “una de las personas más valientes del mundo”. Luego revela lo que al parecer es el motivo de la valentía de Marsha: se traviste, algo que, dice, a él le habría gustado hacer y no tuvo coraje. “Y lo felicito. La felicito. O lo que quiera ser –agrega. Y no solo eso, no le importa”. Finalmente destaca el hecho de que a Marsha le da igual cómo se le percibiera o tratara, ya que ella misma un día podía ser hombre y otro mujer.

No pongo en duda la fluidez de género de Marsha, aunque lamento la desconfianza que me provoca este tipo de alegato de parte de hombres gay. Les persigue un historial de acciones hostiles y discriminantes hacia feminidades y mujeres trans las cuales van desde el rechazo y la exclusión hasta la invisibilización pasando por la reticencia a reconocernos como mujeres o a respetar nuestros pronombres, so pretextos de que entre nosotras nos tratamos de otro modo o aprovechándose de que como colectivo estamos atravesadas por una laguna hermenéutica que dificulta que podamos nombrarnos y explicar nuestras vivencias con términos académicos y políticamente correctos.

La ya mencionada Librada González, en su ensayo Les bugarrones cuenta sobre el mismo documental referenciado anteriormente que:

“En 2017 David France dirigió The Death and Life of Marsha P. Johnson para Netflix utilizando el material de archivo recopilado por una cineasta trans. A través de una aplicación para obtener fondos que envió Tourmaline (entonces conocida como Reina Gossett) para financiar su película Happy Birthday Marsha, France obtuvo los contactos y material de investigación que utilizó para producir su propio documental sobre Johnson. También convenció a la plataforma Vimeo para que eliminara un video histórico de Sylvia Rivera que Tourmaline había liberado de un archivo institucional y subido a dicha plataforma. A pesar de que este plagio ya ha sido denunciado públicamente, nada cambia el hecho: un hombre gay blanco fue el principal beneficiario de todo el esfuerzo dedicado a rescatar la memoria de un ícono trans, mientras que una activista negra transfemenina como Johnson enfrentaba dificultades para pagar su renta.”

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Una vez delante de un tribunal, una de las tantas veces que estuvo detenida, el juez le preguntó a Marsha qué significaba la “P” de su nombre y ella ofreció su respuesta desenfadada de siempre: “Pay It No Mind” (No le prestes atención, no le hagas caso). No prestaba atención ni le importaba si la gente la identificaba como hombre o como mujer. Para ella era más importante cómo sobrevivir y qué podía hacer por los suyos.

Sin embargo, es sospechoso que a pesar de fluir, algunos la anclen a su identidad masculina cuando lo importante, lo rebelde, lo desobediente debiera ser resaltar aquello que marca la disidencia frente a lo que le fue asignado al momento de nacer.

Recientemente se desató una polémica en redes sociales luego de que la participante del reality show “La casa de los famosos” Wendy Guevara admitiera que no tenía problemas con que la trataran en masculino. Recuerdo un tuit de un periodista e influencer gay mexicano que decía que le caía bien Wendy porque no era como otras trans, aceptaba que la trataran como hombre, “no era radical”.

Hay una clase de gays, no quisiera tener que poner apellidos, pero no dejan opción (blancos, con cierto poder adquisitivo, elitistas), que son profundamente transfóbicos, se niegan a reconocernos como mujeres y se aprovechan de declaraciones válidas como las de Wendy. Son oportunistas que hacen malabares o buscan pretextos para no reconocer —como mismo, tristemente, le han hecho a ellos—, a las mujeres trans como sujetos de derecho. Para esta clase de gay, que nos traten con nuestro género, exigir reparación, salud digna, empleo, vivienda, comida, es ser radical. Comprensible cuando las demandas principales de este tipo de gays son única y exclusivamente derecho a casarse, a adoptar, tener un hotel, un bar y una marca inclusiva que le dedique un mes del año.

Los hombres cis gays siempre se han sentido en un inmenso escalón por encima de nosotras en esta pirámide de la opresión. Al creerse más próximos a la normalidad hacen galas de su lugar social superior. Desde ahí reproducen al interior del colectivo lo que nos ocurre fuera con el hombre heterosexual. Nos nombran, imponen criterios, echan a andar la lógica miserable del “bajo la cabeza ante mi opresor al tiempo que piso el cuello de quien considero mi inferior”, nos juzgan por cómo nos vestimos o maquillamos, condiciones para ser admitidos en sus bares inclusivos. Determinan qué y quién es una verdadera trans: blanca, “que parece mujer de verdad”, hiperfeminizada, con estudios, con buena dicción y ortografía, con dinero. O qué tipo de trans puede ser su amiga: la que no es radical ni seria, la sumisa, la que baja la voz y la cabeza, la que no le roba el show y, si se lo roba, ha de ser por pintoresca y bufona, la que no le pelea ni le recuerda que no tiene memoria histórica.


Stonewall-washing

Llega junio y así como el Estado, las instituciones y los negocios cuelgan sus banderas de arcoíris, los gays transexcluyentes, racistas y con desprecio por la gente pobre, sacan a Marsha del archivo de Facebook, comparten un post que reciclan cada año, para legitimarse. Y creen que con ello es suficiente. Hacen un Stonewall-washing, una pose disidente para no ser señalados y parecer inclusivos con la comunidad trans, cuando en realidad desprecian toda la disidencia que representan Marsha y Sylvia Rivera.

Llega junio, hablamos de Stonewall año tras año, resaltamos la figura de Marsha, en menor medida la de Sylvia y continuamos invisibilizando a otras mujeres que participaron en aquellos disturbios. Si se habla de Marsha es probable que se deba a que primero los gays la han reclamado como “uno de los suyos” y, solo más tarde, la comunidad trans. No se habla, sin embargo, de Stormé DeLarverie, lesbiana negra y una de las primeras Drag Kings de Nueva York a quien se le atribuye también haber iniciado los disturbios la madrugada del 28 de junio de 1969.

Llega junio y seguimos narrando el mismo hecho de siempre, año tras año. Poco esfuerzo hacemos –nótese mi plural–, por buscar otras referentes locales o en la región.

Stormé DeLarverie en 1994 | Foto: Michelle V. Agins, The New York Times/Redux

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En la década de los 60, en Estados Unidos la situación de las personas abiertamente LGBTIQ era peligrosa. Las relaciones sexuales entre hombres o entre mujeres eran ilegales en todos los Estados, excepto Illinois. Estas personas podían ser diagnosticadas como locas o enfermas mentales, clasificadas como depredadoras sexuales y tratadas como criminales por la policía.

En la ciudad de Nueva York estaba prohibida la venta de alcohol para homosexuales y lesbianas. También se prohibía el baile entre personas del mismo sexo. Eran considerados actos “lascivos” o de “desorden público” y eso podía traer consigo el cierre del local. Por tanto eran pocos los establecimientos que acogían a personas abiertamente LGBTIQ.

Las redadas en bares gay eran habituales, pero la del Stonewall Inn, en la madrugada del 28 de junio de 1969, tendría una respuesta diferente. Los arrestos y agresiones físicas a algunos miembros de la comunidad por parte de las fuerzas policiales detonaron una ira acumulada. Hubo enfrentamiento directo con los oficiales y hasta incendios. Los manifestantes volcaron patrullas, arrojaron botellas de vidrio, piedras y ladrillos contra el bar y contra los uniformados. Hicieron finalmente que algunos efectivos, atemorizados, abandonaran el lugar. La policía perdió completamente el control ante lo que fue un grito de “basta” por parte de una comunidad harta del acoso y de la precariedad de sus vidas.

Después de que la policía allanó el Stonewall Inn, estallaron disturbios junto al bar gay durante las primeras horas del 28 de junio de 1969 | Foto: NY Daily News/Getty Images

El escritor e ilustrador estadounidense David Carter recoge en su libro Stonewall: The Riots that Sparked the Gay Revolution, el testimonio de un testigo que estaba en la calle esa madrugada: “Todo lo que pude ver sobre quienes estaban luchando es que eran travestis con furia”.

Muchas personas identificaron a Marsha como una de las figuras principales. Hay varias versiones. En una se asegura que ella fue la que lanzó el ladrillo que motivó al resto de los presentes, aunque también se le atribuye a Stormé DeLarverie. Otra afirma que se subió en un farol y desde allí rompió el parabrisas de un carro policial al lanzarle un bolso.

Ella misma contó en una entrevista que cuando llegó esa madrugada a Stonewall ya el enfrentamiento había comenzado. Una versión más coherente con la de la propia Marsha dice que ella fue a buscar a su amiga Sylvia Rivera, al saber lo que sucedía en el establecimiento. Sin embargo, otra versión asegura que Sylvia ya estaba dentro del bar en el momento de la redada.

Lo cierto es que muy pronto Marsha fue considerada “madre de la liberación gay”. Al año siguiente de los sucesos de Stonewall, durante la primera marcha del Orgullo Gay, fue uno de los rostros más visibles y aclamados. Junto a Sylvia Rivera cofundó “Street Transvestiten Action Revolutionaries” (Star). Ambas se comprometieron a ayudar a jóvenes trans/travestis y drags sin hogar. En un hotel que adquirieron gracias al Frente de Liberación Gay y convirtieron en viviendas comunitarias, llegaron a albergar hasta 50 personas. También reunían ropa y comida para las que permanecían desamparadas en la calle y en prisión.

Marsha P. Johnson y Sylvia Rivera | Foto: NY History

Denunciaban el desempleo, la precariedad, la discriminación social y el acoso policial que sufrían las mujeres trans y otras disidencias sexuales. También denunciaban el rechazo hacia las drags y las travestis por parte de algunos grupos más conservadores dentro de la propia comunidad LGBTIQ, hombres cis gay blancos de clase media la mayoría, que no querían tener ningún contacto con ellas.

Sylvia Rivera confrontando a una multitud después de un discurso antitransgénero en 1973 | Foto: de Bettye Lane

A muchos les vendrá a la mente un vibrante discurso de Sylvia Rivera durante una jornada del Orgullo en que echa en cara a los presentes que el movimiento había perdido su sentido original, que había abandonado a las drags, a las travestis, a las más marginadas, a la gente de la calle y en prisión. Apenas la dejaban hablar, la abucheaban, no importaba —como dijera ella misma—, cuánto había sacrificado en la lucha por los derechos del colectivo: “Me han dado golpizas, me han roto la nariz, he estado en prisión, perdí mi trabajo, perdí mi apartamento por la liberación gay, ¿y ustedes me tratan así?”.


Lo verdaderamente importante

En otra escena de Life and death… Victoria Cruz, voluntaria del Proyecto Antiviolencia de Nueva York (AVP), y Ted McGuire, activista y defensor de la comunidad, salen de la Corte penal mientras se esperaba el veredicto del transfeminicidio en 2013, –y todavía sin resolver en 2016–, de Islan Nettles, una joven trans afroamericana de 21 años. Ted, visiblemente defraudado, le dice a Victoria que este es un caso importante. “Aquí debería estar esto lleno. Debería haber tanta gente que no pudieran entrar. Tuvimos el matrimonio gay. Todos apoyamos eso. Solíamos marchar por estas calles… La gente privilegiada obtuvo su matrimonio y ahora se fueron. Y dejaron atrás a la comunidad trans”.

Tanto ayer como hoy, hay cuerpos que importan más que otros. Algo que también se produce al interior de la comunidad LGBTIQ. Es asombroso cómo somos capaces de movilizarnos más contra el piropo y el acoso callejero, contra una escena de un beso gay censurado, contra el insulto de una funcionaria al llamar platinadas a las voces afeminadas, que contra la situación de las personas del colectivo más abandonadas y pobres, aquellas a las que no les importa ni un nombre en un acta de nacimiento, casarse o si la representan en televisión.

Un grupo de mujeres trans de Cárdenas, Matanzas, denunció que el 20 de junio pasado en una zona de encuentro LGBTIQ, cinco hombres que pasaron en una carreta de caballo les lanzaron piedras y botellas. Hubo lesiones.

No esclarecidas las razones, se supo también de la muerte de Flavia Herrera Rodríguez, de 30 años, el 22 de junio. La plataforma de denuncia y acompañamiento en línea de violencia de género Yo Sí Te Creo en Cuba investiga el caso, del cual presume se trata de un feminicidio con agravante trans, aunque otras fuentes del colectivo afirman que su muerte se debió a complicaciones por una cirugía de confirmación de género que se estaba practicando.

Días antes, el 17 de junio, el transfeminicidio de Samira Lescar , conocida como La Loba, ultimada por su ex pareja, puso sobre la mesa de debate las limitaciones del concepto de violencia de género, reducido en ocasiones a violencias contra las mujeres cisgénero.

Otros tipos de violencias también con base en el género, en el machismo, y de tipo sexual que inciden en otros cuerpos femeninos o feminizados por el propio patriarcado, suelen ser ignorados o menospreciados a la hora de incluirlos en los análisis feministas de violencias machistas.

Resaltar un problema recurrente y urgente como los asesinatos de mujeres por motivos de dominación de género, no debería excluir otro problema recurrente: las violaciones, agresiones y crímenes de odio por motivos de dominación de género de personas que no son mujeres, pero que tampoco llegan a ser hombres, e incluso hombres femeninos/feminizados y que han traicionado los mandatos de la masculinidad.

A las mujeres, a cuerpos feminizados e incluso a otros hombres nos matan con más frecuencia en base al género por el odio, desprecio y pretensión de dominación por parte del hombre cisheterosexual de todo lo que no es a su imagen y semejanza, lo no-hombre, lo no masculino.

En un escenario donde las fronteras del género son cada vez mas borrosas me resulta limitada, insuficiente, la narrativa dominante con respecto a la violencia de género, carente casi siempre de una mirada interseccional.

Sin embargo, hay otra, una zona donde determinados cuerpos quedan en el limbo cuando analizamos la violencia y su respuesta desde esencialismos y los estrictos binarios hombre-mujer. ¿Dónde quedan las personas que fluyen, las personas no binarias, las pajaritas fuertes tan víctimas del machismo como una mujer? ¿Por qué no reciben igual atención las violaciones y violencias contra otros hombres, por femeninos, por maricones?

***

Hace 31 años de la misteriosa muerte de Marsha P. Johnson. La policía cerró el caso por suicidio y ello desencadenó una serie de manifestaciones de sus familiares, junto a amistades y miembros de la comunidad LGBTIQ, con el objetivo de que se realizara una investigación a fondo. La mayoría descree la hipótesis del suicidio. Reprochan que la policía nunca ha querido hacer su trabajo. A fin de cuentas, era una marginada más. A fin de cuentas, con su muerte, era una marginada menos. Desde 2012 las autoridades reabrieron el caso como posible homicidio, gracias a la campaña de una activista llamada Mariah López y de Victoria Cruz de AVP. Y aunque aun no hay nada concluyente, reabrir su caso y retomar la investigación es una manera de resistir y honrar la memoria de las que perdieron todo, las que han estado poniendo el cuerpo en nuestras luchas, las que más caro lo han pagado, incluso con sus vidas, que ya sabemos no son vidas importantes.

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Mel Herrera

Una Mel Herrera cualquiera.