Narrador y autor no deben confundirse. El narrador es un personaje con voz propia. Yo, narrador-autor-dependiente de cafetería, me siento frustrado, ante un cliente parado frente al mostrador.
—Ahora hay un día pa’ los maricones. ¡Di tú! —me cuenta, mientras escurre el queso que sobresale de su pizza encima del plato—. El día del orgullo elegebeté…, y puripallá, no sé cuántas letras más. Yo voy a ver cuándo van a hacer un día del orgullo pa’ la gente normal.
Podría soltarle toda esa teoría de por qué se celebra el orgullo LGBT+. Incluso corregirle eso de “gente normal”, que no es nada más y nada menos que “gente heterosexual”. Pero estoy trabajando. Y, siendo sincero, me preocupa más lo violento que pueda ponerse un cliente cuando escuche mi voz, afeminada por la emoción de la posible discusión, que sus ganas de tener un día del orgullo hetero. De hecho, me preocupa más la cochinada que está formando en el plato porque soy yo el que lo friega después. De todos modos, LGBT últimamente parecen las siglas de “Lesbianas y Gays, Blancos y Transfóbicos”.
Desde que empecé a trabajar en cafeterías, he tenido que escuchar un montón de estupideces provenientes de las bocas de mis clientes: que si mira la clase blanquita que se perdió ahí (es negra); que si la rubia esa en realidad es un macho operado (es una mujer trans); que si Fulano es bueno, aunque tenga sus defectos (es maricón)…
Escucho e imagino las respuestas que daría para rebatirles. Pero hasta ahí. Los que no podemos arriesgarnos a perder nuestro trabajo porque vivimos de él, solo podemos imaginar y quedarnos callados.
En ninguno de los libros que he leído he encontrado cómo enfrentarme a la gente estúpida cuando soy su dependiente y no me conviene perder el trabajo. No encontré cómo defender mi condición de humano, ni la de mi mejor amiga negra, o la de la trans del solar, cuando estoy detrás de un mostrador y frente a quien me paga. El que paga siempre tiene la razón aunque no la tenga.
A lo mejor es que no he buscado todas las herramientas. Tampoco tengo tiempo para eso. Entre servir pizzas y refrescos, fregar platos y vasos, y recoger y dejar limpia la cafetería para cuando llegue mi jefe a cuadrar la caja, se me van doce horas del día. Luego toca esperar una guagua hasta el culo del mundo (también lo llamo “mi casa”), y, cuando por fin llego, tengo que atender a mi novio, que se pasa todo el día esperándome, solo. Así transcurren los días laborales. Los fines de semana son para limpiar, lavar y, ¿por qué no?, a veces ir a la playa, donde no se gasta dinero, pues necesito ahorrar para pagar mis deudas.
¿En qué momento me informo con estudios académicos y no sé cuántas cosas más? Mira, no sé. Como tampoco sé si me interesa hacerlo. A veces dudo. Veo más factible estar detrás de un mostrador sonriéndole a gente estúpida que luchar en nombre del feminismo o la defensa de la gente LGBT+. Total. Por eso no me pagan.
Las luchas y los activismos me han llegado a parecer cosa de gente con títulos, contactos y privilegios de clase. Ni hablar de eso de tener un pie aquí y otro fuera del país, por si las cosas se ponen feas. Sí. Para el activismo decolonial/progresista/lo que sea que a la derecha le huela a comunismo, las cosas también se ponen feas. Y por la gente que se sale del molde de universitarie-blanque-clase media, nadie sale a pedir libertad. O sí. Muy pocas personas. No las suficientes como para que le dejen libre. Por eso me toca fingir voz masculina para evitar conflictos que tuve en anteriores trabajos y preguntar: “¿Desea algo más?”. Porque nadie va a salir a pedir que me liberen ni me van a poner un plato de comida delante el día que me quede sin trabajo.
Me resigno a callarme cada vez que escucho una estupidez de parte de algún cliente. Porque la única lucha no es la de género, sexo o raza; la clase influye bastante y estoy cansado de fingir que no. ¿Perder el trabajo por hacerme el digno? No, gracias. No me quiero morir de hambre y soy un cobarde.
El narrador y el autor no deben confundirse, aun cuando lo que se esté narrando contenga elementos de la vida del autor. Yo, narrador-autor-dependiente de cafetería, sigo frustrado. El cliente frente al mostrador no es el motivo de la frustración, sino todo lo que representa.
—Muchas gracias. Vuelva pronto —le digo, recibiendo la propina que me deja cada vez que viene.
Ni siquiera se dio cuenta de que su pizza estaba medio cruda, como castigo por hablar tanta mierda. Nunca se dan cuenta. Friego el plato que dejó lleno de queso, asqueroso, mientras me pierdo en mis pensamientos. Siempre me pierdo en mis pensamientos cuando estoy fregando.