Te han llevado de la mano hasta los matorrales para bajarte el vestido y pegarte contra una mata. Una muchacha a cada lado; otra detrás de ti; y tú, la flor nacional de Cuba, en el centro. Tus muslos, satinados pétalos abiertos de par en par, revelan un lánguido pistilo que se eleva delicadamente rogando por una caricia.
Aparecen destellos de luz de una patrulla que pasa, ajena a tu placer, para que veas por un segundo la cara de quien te besa. Quien te mama las tetas acerca su mano a tus genitales, los cuales aún no tienen nombre. Ni «crica», como dice ese bugarrón, pretendiendo que no eres trans; ni «pinga», porque evoca el miedo que sentiste la última vez que una chica cis puso sus labios sobre ellos; aquella misma noche en que ambas fingieron un orgasmo.
Entonces te acuerdas de los santos de barro sufriendo en la iglesia de Placetas, tu rostro contraído se asemeja al de una Virgen que ha vuelto a ser desflorada entre los matorrales de un parque.
Tu espalda se quiebra y tus rodillas flaquean. Todo tu cuerpo vibra y cede al placer. Te abrazan, te besan, te chupan dándote la bienvenida al mundo. Luego abandonan su lugar en tu cuerpo y surgen las tres para contemplarte cara a cara, mientras jadeas.
Sonríen trazando surcos con las uñas sobre tu piel, mojándose y chupándose los dedos como glotonas ninfas. Regresa otra vez el resplandor de la patrulla y las hojas de los árboles las envuelven para proteger la santidad de ese perfecto juego transexual.