Era junio de 2021 y yo estaba escurriendo mis dedos por Instagram. Me detuve ante una foto de La Jedet, actriz trans que trabajó en Veneno, una serie sobre la ídola transexual española. Me quedé mirando la pantalla. Jedet lucía hermosa y contenta: pómulos y labios resaltados con ácido hialurónico, cejas levantadas con cirugía o botox, pechos de silicona, nariz retocada y poco maquillaje. Me quedé embobecida con su belleza y su feminidad antes de preguntarme a mí misma: ¿Te gusta tanto, solo porque disfrutas ese tipo de belleza, o hay una parte de ti que quiere lucir así, que quiere presentarse así al mundo?
Yo había salido hacía muchos años del clóset gay ante mi familia y la sociedad, pero, ¿y si aún no era suficiente? Agarré coraje, fui al cuarto de mi hermana y me puse una blusa escotada violeta. Ya había visto en redes sociales cientos de imágenes de mujeres trans que no se esforzaban por lucir hiper-femeninas, y de personas no-binarias o de una apariencia andrógina que no encajaban en lo tradicionalmente considerado y apreciado como femenino.
Confieso que no entendía el fenómeno de las personas no-binarias, me sentía amenazado y confundido ante esa manera de presentarse. Me ponía de mal humor. Mentalmente las imaginaba encajando en una u otra norma, les ponía —cual cuquitas imaginarias— otra ropa, más maquillaje o cabello diferente, para visualizarlas encajando en esa norma estética binaria y cis en que mi ojo y mi subjetividad, habían sido educados. Entonces ahí estaba yo, frente al espejo: una blusa prestada que resaltaba mis hombros, mi pecho y cuello. Me hacía lucir femenina, pero me colocaba en una encrucijada. Ya no era un muchacho, pero aún no era totalmente una chica. Era una cosa en el cruce, en los límites, una cosa indefinida. No obstante, algo dentro de mí gritaba: ¡Sí!
Al día siguiente agarré la misma blusa, completé mi look con mi ropa de siempre y salí al trabajo: miedo que me cagaba, confusión, duelo, ira, mucho orgullo de mí misma también, montaña rusa de emociones.
Yo que tanto había leído sobre personas trans/travestis/género-disidentes; que, incluso, antes de tener acceso a Internet había reído, discriminado, ostentado mi privilegio cis por estupidez, inseguridad, o por encajar en algún contexto donde eso era lo natural. Yo que tanto había sacado partido de mi apariencia andrógina y de mi sensibilidad femenina en el escenario, pero siempre detrás de mis personajes, desmarcándome de eso en la vida. Ese pajarito sabelotodo y contestón ahora estaba zapateando La Habana con una blusa escotada.
¿Y si lo estaba haciendo por capricho, por moda, por confusión? ¿Y si me decían algo violento o me agredían, qué hacer? ¿Además de los dolores de cabeza que le había dado a mi familia por manifestarme públicamente en contra del gobierno cubano, ahora además esto? ¿No podía esperar acaso un poco, no podía dejar de ser el centro de atención por un momento? ¿Mi familia de Pinar del Río, más conservadora, qué diría? ¿Qué dirían mis amigxs de toda la vida? Me hice varios videos, fotos y subí un par a redes sociales. Necesitaba esa aprobación instantánea que da Internet. En una mañana había experimentado suficientes miradas escrutinadoras, desconfiadas, hostiles, confundidas. Regresé rezando para toparme la menor cantidad de conocidxs en el barrio y llegué a casa. A salvo nuevamente. ¿Y ahora qué? ¿Qué pronombres usar? ¿Qué ropa ponerme en el día a día? ¿Tenía que empezar a transicionar y presentarme como niña a tiempo completo, elegir nuevo nombre, rasurarme con frecuencia, maquillarme, preocuparme más por mi aspecto físico, hormonarme? ¿Y mis genitales qué? ¿Y mis pechos? ¿Todo ok con ellos? ¿Seguirían ahí tal cual?
El viaje en realidad había comenzado antes y yo no lo sabía: con el aumento de labios, la micropigmentación de mis cejas, las uñas acrílicas o esmaltadas, ya yo había, secretamente, empezado a afirmar mi género, a feminizar mi imagen. En estado de ignorancia y de negación tal vez, sin querer abandonar la categoría de hombre, aferrándome a la posibilidad de pertenecer a la norma de género, aunque la de la orientación sexual ya la había transgredido a conciencia hacía tiempo. Pero claro, es más aceptado ser un pajarito que una chica travesti o trans.
Gracias a Internet, nuevamente, había descubierto que había personas en el mundo que se referían a sí mismas como de “género no binario”. Una insubordinación frente a todo modo de entender la división sexual, social y cultural de las personas en hombres o mujeres. Un escándalo, una osadía. Pensándolo bien siempre habíamos estado ahí, lo que no había una gramática que describiera específicamente nuestra experiencia, nuestra sensibilidad y nuestra unicidad dentro del mundo que conocíamos y al que de alguna manera no pertenecíamos del todo. Siempre con otros nombres: pajarito afeminado, marimacha, andrógino/a, gay con mucha pluma, tortillera fuerte. Si siempre la orientación sexual había sido la categoría para explicar las disidencias, ahora algunes renunciaban a ella. Nuestra cuiridad es, en primer lugar, la manera no hegemónica en que nos vemos dentro del mundo dual en que nos han educado, nuestro sitio en medio del espectro que va desde el arquetipo del macho camionero hasta la Barbie. En algún lugar intermedio de esa paleta estamos y nos llamamos “no-binaries”.
Siempre he dicho que yo creo que todo el mundo es cuir. Todo el mundo disiente un poco del mandato hombre/mujer arquetípico, cada cual es chico o chica muy a su manera; todxs difieren del resto de alguna forma, secreta o públicamente, intencionalmente o no, y se les sanciona socialmente por sus diferencias. Un poco de vello facial en ella, unas caderas anchas en él, gestos fuertes y angulares en aquella, una voz suave y aguda en aquel, a una que le gustan los deportes y los negocios, a uno que disfruta de las plantas y el ballet, un arnés con dildo de esta, un dedo en el culo a aquel, a ella que le gustan los chicos delicados, a él que le atraen las mujeres duras. A todxs les han cuestionado su manera de ser hombre o mujer, y cada cual lo expresa de una manera auténtica. Por eso creo que, en esencia, todxs somos cuir. Y si todxs lo somos en realidad nadie lo es, lo que pasa es que la frecuencia y la magnitud de las sanciones sociales que vivimos nos obliga a reclamar un espacio desde la diferencia, a dar el portazo, varios portazos, y a protegernos. Para eso, en primera instancia, hay que nombrarnos.
Advierto al lector que mi relación con los pronombres (tal vez ya se ha dado cuenta) es tensa. Para referirme a mí en realidad no me acomoda ninguno. Todos suenan un poco impuestos, incompletos para describir mi experiencia, ajenos. En la práctica uso los tres (él, ella, elle). Para referirme a grupos de personas mixtos o indefinidos uso, dependiendo de la intencionalidad y muy a discreción, x, e o la o del masculino genérico.
Por lo general me presento más femenina en espacios seguros, con gente conocida, ahí normalmente no hay que explicar mucho pero, fuera de ese contexto, las reacciones a mi apariencia son muy diversas, no siempre agradables. En las siguientes líneas quisiera compartir instantes en los que, sin explicar apenas, algunas personas —a veces las más inesperadas— han entendido mi identidad de género sin sentirse amenazadxs por ella. Episodios que me hacen sentir esperanza en que la sociedad tratará a las personas género-diversas cada vez con menos recelo y con más empatía, momentos que me hacen sentirme alineadx con mi identidad y me provocan euforia de género.
La manicuri1
Matanzas. Es temporada de ensayos con Teatro El Portazo, grupo con el que trabajo hace algunos años y en el que siempre me siento como en casa, mi familia teatral. Quiero hacerme las uñas de gel, para mi vida y para el personaje que estoy interpretando también. Mi amiga Danay llega un día con las uñas hechas de lo más bonitas, la muchacha le cobró barato y ella le preguntó si un amigo podía ir ese mismo día a arreglarse. La chica le respondió sin vacilar: “Sí, sí, yo también arreglo mariconcitos”. Mi amiga me lo cuenta entre risueña y espantada, yo me río y le digo que me parece espectacular esa actitud.
Voy a casa de la manicuri, ella con toda naturalidad me recibe y pregunta qué me quiero hacer en las uñas, me siento en la mesa para arreglarme. En la casa está su niña de 10 años. La casa es humilde, es una familia negra; en cuanto llego la niña se me queda mirando entre fascinada y extrañada, al parecer no van muchas personas que lucen como muchachos a hacerse las uñas con su mamá. Como a mí me encanta interactuar con lxs niñxs le saco conversación, se queda viendo fijamente el proceso, pero no se atreve a hacer ninguna pregunta indiscreta. Ya a esa edad se tiene una percepción de lo que es socialmente aceptable o no. El otro hijo, un niñito de 5 años, entra de pronto como un zafarrancho y nos observa. Yo le saco guara, y entre una cosa y otra empezamos a cantar Let it go, de la película Frozen, ellos cantan conmigo. Luego él repara en mi riñonera:
—¿Mamá, por qué ella se está arreglando las uñas si tiene una cartera de hombre?
—Porque ella es actriz —contesta la madre, como la cosa más natural del mundo.
Seguimos cantando, la manicuri termina de arreglarme, quedo con las manitos bellas y me despido de los tres. Cuando salgo a la calle los niños están en el balcón mirándome, nos decimos adiós y les canto otro pedacito de canción. Mucha felicidad para mí: esa familia, sin herramientas tal vez para nombrar o explicar las cosas con los términos de moda, lo entendió todo con una intuición libre de prejuicios y con empatía, eso bastó.
La anciana con demencia
Nuevo Vedado. Caminando loma arriba rumbo a casa de unas amistades, me topo con una anciana en la acera. Desde que me acerco a unos metros me aborda: “¿Ay muchacho, tú me puedes decir por dónde estamos?”. Yo le explico. “Mire, señora, estamos en Nuevo Vedado, paralelos a la avenida 26, cerca del cementerio chino”, “Ay mimi, perdóname, es que no te había visto bien”. Yo llevaba el cabello recogido, flores en el moño, un poco de sombra en los párpados y los labios con brillo liso. Sonrío y me doy cuenta: ella me ha pedido disculpas porque me malgenerizó.
Le pregunto si quiere que la ayude a llegar a su casa, está evidentemente muy mayor y de seguro con alguna enfermedad que le provoca pérdida de la memoria. De adentro de la casa contigua sale una mujer de mediana edad: “No te preocupes, muchacho, yo estoy aquí. Ella está diciendo una y otra vez que quiere regresar a su casa, y bueno, yo la dejé salir a ver hasta dónde va”. Era su hija, probablemente su cuidadora también. Intercambiamos brevemente y me despedí de las dos. Eso me conmovió; cómo una persona que ha perdido la razón pudo sorprenderme con un atisbo de locura/lucidez que me desarmó y me llegó al corazón.
Acosadores
Unos que asumen enseguida mi feminidad son, sin dudas, los hombres que me acosan en la calle. En Cuba hay una palabra para referirse al tipo de hombre que se presenta socialmente como cis y hetero pero que se acuesta con chicos gays en secreto, casi siempre asumiendo el rol de activos en la cama, aunque hay sus inesperadas excepciones. Esa palabra aguda empieza con b y termina en n y siempre he pensado que es la más fea del idioma español. A veces se pronuncia invirtiendo la g y la b, igual suena a espanto. Esos señores, a veces, la acosan a una en la calle para tener un encuentro sexual furtivo, o simplemente para expresarte su deseo erótico por tu cuerpo.
En esta etapa de mi vida, en que me presento más femenina, esos hombres –sobre todo los que tienen menos filtro social como los viejos, o con trastornos mentales– me dicen “ella”, “qué linda, mami”, “oye, tienes esa cara bonita bonita”, “qué bella estás, como me gustaría estar contigo”. Sí, es acoso, y sí, a veces me hace sentir incómoda e insegura, pero no voy a negar que me gusta que me lean como mujer y que me halaguen con ese pronombre. De alguna manera es una validación en el plano sexual, es curioso cómo en ese juego del deseo entienden el asunto de los pronombres sin ninguna teoría mediante. Yo: hombre, cuerpo penetrador. Ella: cuerpo penetrable. No sé si sea políticamente correcto, pero a veces, aunque no les haga swing, les agradezco el elogio.
El niño del barrio
A mi casa siempre vienen niños de nuestro vecindario. Tenemos un proyecto comunitario que funciona los domingos, pero fuera de ese día también vienen nuestros vecinos/amigos pequeños a saludarnos, conversar, regalar o pedir algo, darnos cariño, a compartir o jugar en nuestro patio. Durante mucho tiempo he sentido miedo, no sé cómo reaccionarían a mi manera más fluida de presentarme. Evito todo el tiempo que me vean en mi versión más cuir, pero eventualmente ha sucedido, es inevitable.
Poco a poco se han acostumbrado y, de alguna manera, la androginia y la transgresión de los roles de género en el mundo de la moda, que se han hecho tendencia, hacen que no sea tan raro que alguien luzca como yo. El fenómeno estético Bad Bunny o los actores y cantantes coreanos son un ejemplo. Aún así, casi siempre por comodidad y por miedo a ser rechazado, me pongo el uniforme cis y desde ese lugar interactúo con muchos de los niños del barrio. Es muy jodido y casi siempre me hace sentir un impostor, pero es lo que hay.
En la realidad no soy ni tan valiente ni tan coherente, estoy llena de problemas de autoestima y de inseguridades. Cuando emigre, me prometí, no hay vuelta atrás. Los pocos pactos que arrastro de antes de la asunción consciente de mi no-binariedad, de esa segunda salida del closet, son con mi familia pinareña y con los niños y niñas del proyecto. Como me conocieron antes de mi transición nunca supe sentarlos y decirles: “Esto es lo que hay, a partir de ahora me van a ver con esta imagen, acostúmbrense porque no hay vuelta atrás, el Daniel varón no existe”. Tal vez debería haberlo hecho, pero no lo hice. Cuando emigre, me repito, no voy a establecer nuevamente un vínculo con nadie sobre la presunción de que soy cisgénero, así me ahorro explicaciones y sorpresas posteriores. Desde el principio: esta es la verdad, in your face. ¿Eso de emigrar para intentar vivir mi género a plenitud es una cobardía, una manera de escapar? Tal vez, seguramente. ¿Lo ansío? Sí, mucho.
El caso es que un día estoy saliendo de mi casa y, cuando voy por la escalera, saludo a unos vecinitos que estaban jugando en el patio. Uno de ellos, que yo no conocía, dispara a toda voz: “¿Tú eres una mujer?, porque tienes la voz ronca”. El miedo de ser rechazado, y la gracia que me provocó la autenticidad y espontaneidad de aquella pregunta, me paralizaron. “Bueno, yo me llamo Dani, ¿y tú?”, “Yo soy fulanito”, “Ah bueno, fulanito, mucho gusto”. Todo el camino hacia donde iba me la pasé avergonzado de mi miedo, maravillado con esa pregunta tan desprejuiciada. Los niños lo entienden todo mejor.
Quizás debería cerrar esta crónica con algo que suene irrefutable o inteligente, que dé certezas o inspire. La verdad es que no puedo ayudar a nadie en su viaje. Yo aún estoy construyendo el mío, y presiento que apenas comienza. Desearles, eso sí, mucho coraje para vivir la vida que quieran vivir. También mucha suerte en este empeño por ser felices, que es, después de todo, lo único que queremos.
1 Cubanización del anglicismo Manicurie, que en expresión coloquial cubana funge como sustantivo.