Servidumbre de paso

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Ilustración por Leonor García Santiesteban

Si todos estamos deprimidos, tomando melatonina1 o cualquier otro psicofármaco, tal vez haya algo que el feminismo ha estudiado extendidamente de manera incorrecta: la depresión. Asociamos esa angustia, que ya forma parte de las estructuras sociales, al advenimiento de una o múltiples desgracias, desde fatalidades económicas y geográficas, sucediéndonos constantemente, hasta sentirnos de segunda, tercera y hasta cuarta categoría por motivos x.

Como muchos, tengo una lectura bien jodida de este tipo de emociones. Deprimirme, casi siempre, viene asociado a querer “algo”, un “algo” que me es carente y para ello trabajo, me esfuerzo, engaño al cuerpo. Supongo que disfrutamos esa complejidad, nos creemos la patraña de que “si te esfuerzas mucho, la vida te premiará”. Y obturada nuestra capacidad de obrar, nos preocupa poco entender la depresión, mucho menos entenderla políticamente.

El trabajo no es una actividad natural. Por eso nuestro cuerpo tiene cierta reticencia a desarrollarlo. Si vamos a su etimología: del latín tripalium2, podemos dar razón de la condena a la cual se nos ha sometido. En mi caso, trabajo desde que tenía 17. Casi nueve años llevo bajando la cabeza. Debido a eso, apenas asumo algo. Por no saber quiénes somos ni lo que hacemos, generalmente, nos suponemos con vidas fáciles y sencillas.

Hace algunos meses me aceptaron como camarera3 en un hostal. No era la primera vez que hacía trabajos de doméstica. Como decía en el anuncio de SE BUSCA, me pusieron a prueba 15 días e infinitas tareas: cocinar, lavar, planchar, limpiar, sacudir, hacer mandados. Éramos 2 camareras en turnos de 2×24. Además, nos tocaba atender las necesidades de desayuno, almuerzo y comida de los clientes, el cambio de la ropa de cama y toallas cada tres días, más otras cosas, lo que surgiera, lo que el cliente quisiera.

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Casa de renta en El Vedado, construcción de antes de la Revolución. Zona de letras y números. La casa tiene dos plantas, 6 habitaciones, 6 baños, portal, terraza, cocina, 2 comedores, 2 recibidores y un garaje. Todo conectado por pasillos y escaleras con losas de mármol, pasamanos de hierro y rodapiés de madera. Adornado con cuadros de pintores cubanos y réplicas de internacionales, sillones, mesitas, adornos y estatuas de arcilla y bronce. Climatizada en todos sus espacios.

Cada habitación tiene:

  • Una cama King Size que se tiende con un protector de colchón, 2 sábanas con las costuras viendo hacia arriba, un cubrecama, 2 fundas de almohada y 2 toallas grandes.
  • Una cómoda con gavetas, donde va una bandeja de metal con una botella de vino, un abre corchos, 2 copas para tinto y una postal con los contactos y los servicios que ofrece el hostal y sus precios.
  • Una percha con 2 batas de baño en percheros de gamuza y 5 percheros plásticos adicionales.
  • Una caja fuerte digital.

Los baños son completamente cristalizados, con taza, lavamanos, ducha de agua fría y caliente, equipado con 8 toallas pequeñas, 1 mediana y 1 alfombrín.

La cocina está equipada con todo (utensilios, cazuelas, ollas varias, batidora, cafeteras varias, sandwichera y lasqueadora). El huésped tiene un refrigerador en la cocina del que puede consumir lo que desee, con capacidad para 72 pomos de agua natural, 16 latas de CocaCola, 16 de Pepsi Cola, 16 de Sprite, 16 de Fanta, 11 pomos de agua tónica, 2 pomos grandes de agua gaseada. En la gaveta, al menos, 3 variedades de fruta o vegetales, y en el congelador 4 bolsas de hielo.

De los dos comedores, el mayor cuenta con 2 repisas grandes, una para vinos y otra para la vajilla de cerámica; un bar con más de 15 tipos de botellas entre whisky, ron, tequila, ginebra y licor, 2 hieleras de pie de metal y otras dos pequeñas plásticas; una mesa grande de madera con 8 asientos y dos espejos enormes a cada lado de la mesa. El pequeño tiene una repisa para utensilios y la vajilla de vidrio, y una mesa de madera con 4 asientos.

La terraza cuenta con 2 mesas con sus respectivas sillas de hierro, un juego de asientos de fibra de palma compuesto por un sofá, 2 sillones, 2 balancines y 3 mesitas, 27 macetas con plantas varias, revistas y juegos de mesa.

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Esa casa era un todo en exceso, un todo en grandes proporciones y alineado con las rayas de mármol del piso. Siempre se escapaban detalles, incluso en el anuncio “Chica amable, que sepa…”. La peor parte, cada vez que debo conseguir un trabajo, es buscarme en todos esos requisitos, visualizarme en todas las posibles exigencias y descartarme, porque muchas veces no cumplo.

“Trabajo de indio, pero es un dinero fácil, muchacha, y en verdes, deja que veas las propinas”, me recordaba mi compañera una y otra vez.


El placer de explotar a alguien más

La primera vez que trabajé como sirvienta5 fue en una las casas de renta de un deportista olímpico cubano que a partir de ahora llamaré Rubén. No era un mal tipo, al principio. A cada rato hablaba del trabajo que tuvo que pasar para tener lo que tiene ahora. Poco a poco fui colándome y llegué a atender los servicios de sus 3 casas, todas en Centro Habana. Empezó a ser un mal tipo cuando se dio cuenta de que las propinas que dejaban los clientes eran superiores al salario que pagaba a sus domésticas. Entonces dijo que él las manejaría, y más nunca las vi pasar.

Recuerdo que nos reunía a todas, de improviso, y nos preguntaba, una a una, porqué y quién había dado las propinas. Creaba intrigas y muchas veces cuestionaba nuestro trabajo. Las medidas eran cada vez más irrisorias: “Tienen prohibido hablar con los clientes”, “No pueden aceptar propinas, tampoco quedarse con nada de lo que dejen en las habitaciones”, “No pueden venir en licras, ni camisetas”, “Traigan su almuerzo porque no pueden salir a nada”, “No quiero putas aquí”. Y por putas, se refería a nosotras.

Excepto otra muchacha y yo, el resto de las 12 empleadas eran mujeres de más de 40 años. Veías desfilar todo tipo de situaciones: madres solteras, cuidadoras, analfabetas, migradas desde el Oriente del país, y otras que aceptaron trabajar allí porque quedaba cerca de la posada, a donde iban después a terminar su jornada laboral. Con el tiempo, Rubén ni siquiera tenía contacto con nosotras. Enviaba a su tía, quien luego de repetirnos exactamente lo mismo que él, agregaba: “No se quejen, allá afuera hay gente más preparada, más joven y con mejor presencia esperando a hacer lo que ustedes, por la mitad de ese dinero”.

Cada hora que utilizaba para limpiar era cotizada a menos de 40 pesos. Estaba cansada. A fin de mes, después del cobro, no volví más. Pero pude darme cuenta de algunas cosas con Rubén, su tía y sus 3 casas en Centro Habana, y es que el trabajo doméstico tiene un trasfondo horrible: si yo me quiero emancipar, tengo que oprimir a alguien.

Esas casas se convierten entonces en espacios de encierro a cielo abierto. No se cuestiona la transferencia de energía y tiempo humanos en dinero. Se acepta la explotación propia, y de lo que existe, sin objetar su lógica. No es necesario cambiar nada, porque supuestamente “nadie está obligado” a trabajar y debes coger lo primero que venga sin pensarlo dos veces porque tener trabajo divide las aguas en personas honorables esforzadas o descartables ociosas.

Cualquier trabajo –todos–, además de antinatural, ha sido desde siempre fuente inagotable de explotación. Resultaría estúpido reivindicarlo solo porque algunas personas están sometidas –o someten– a condiciones de explotación menos desagradables que el común denominador, o porque existan algunos que deseen ganar dinero haciendo lo que les gusta. También está toda esta cuestión de que siendo asalariados nos emancipamos y empoderamos, un error casi siempre feminista. Nadie se hizo más libre por incorporarse a trabajar a nada.

Pero los Rubenes del mundo no se van a quedar atrás, fracasando, como yo. Les resulta más satisfactorio explotar personas para realizarse, en ese deseo omnipotente y acaparador de tenerlo todo: casa, hijos, profesión, trascendencia y, si se puede, pareja. Porque el que quiere, puede. Los Rubenes del mundo llaman “solvencia” a todas esas tareas que otras personas más pobres, más viejas, más racializadas, o simplemente de su familia, hace por ellos. Tareas que por demás son impagas, o por un salario que ellos jamás aceptarían por oprobioso. Porque los Rubenes del mundo sí son hombres y mujeres emprendedores, profesionales, o porque simplemente nacieron para “triunfar haciendo lo que les gusta”.


El cuerpo es una situación para las oprimidas

En el hostal al que entré hace algunos meses el salario era mucho mejor, la propina era nuestra, nos daban desayuno y almuerzo, comida también si el turno se extendía, teníamos uniforme con delantal y un módulo con guantes y redecilla. Un trato aparentemente parejo al nivel de trabajo y de detalle que requería esa casa, pero también tenía su Rubén, esta vez radicado en México, que varias veces al año visitaba la casa.

El propio diseño del hostal estaba pensado con el propósito de que fuera difícil la mezcla entre los trabajadores y los huéspedes. Teníamos accesos y escaleras separados de los de los clientes y señores. Puertas adentro es muy complejo que alguien pueda entrar para cerciorarse de que se dan las condiciones necesarias para el trabajo.

Sobrevive a este siglo, donde los derechos humanos parecen ser el centro de todas las luchas, una visión social de amos y siervos. El trato puede variar entre una simple relación laboral, una imposible relación de amistad con la empleada de toda la vida y, en uno que otro caso, la esclavitud, con los rituales de horror, encierro, golpes y violación que implican. Pero lo normal es que esa relación íntima, esa forma de trabajo servil que es el servicio doméstico, esté siempre marcada por el conflicto, por el desprecio, por el sometimiento humillado y resentido de quien siente que, en el fondo, aunque sea mejor retribuida, sigue siendo una sierva.

Dayana necesitó 20 años para poner 32 millas de por medio y superar los recuerdos que la han atormentado de su propia infancia. Desde los 8 años fue obligada a trabajar sin remuneración ni horarios en labores domésticas. Tenía que cocinar, asear la casa, lavar y planchar, desde la madrugada hasta el anochecer, de casa en casa, por todo el pueblo. Day estaba acostumbrada a recibir golpes sin misericordia y a que se le enrostrara su modesto origen, por ser “hija de una vagabunda”.

“Me convirtieron en una esclavita colectiva, pero lo peor siempre me esperaba al llegar a la casa”.

Cuando empecé a trabajar en el nuevo hostal, Day estaba de interna. No me la presentaron por su nombre, sino como “Patico feo”. Tener una muchacha interna es, con raras excepciones, una conducta de explotación y opresión. La persona que vive en casa de los amos, sujeta a las reglas de otro hogar, pierde sus derechos: no puede afirmar su personalidad, educarse, definir un destino propio.

El trato con ella era diferente. “Cuando empecé aquí, el Señor me decía siempre que tardaba mucho haciendo las tareas. Yo pensé que era tonta, que no sabía hacer nada bien, tenía mucho miedo de que me botaran. Ahora, que estamos las dos, me doy cuenta que no es que yo fuera lenta, sino que la casa es realmente grande. Pero ya me queda poco”. Y en efecto, a las dos semanas de yo entrar Day renunció. Logró enganchar a uno de los clientes. Este le alquiló un cuarto en El Vedado y pronto se la va a llevar a España. “Al final me terminé enamorando”, me dijo la última vez que nos cruzamos en la calle.

Thalía fue la compañera que me pusieron después. Hacía su trabajo responsablemente, se esmeraba en sus tareas. Tenía la costumbre de echarle medio clorodiazepóxido al café todas las mañanas. Ella estaba, con sus padres, esperando el parole que les pusiera su hermano desde enero. Vendieron todo pensando que les llegaría ese mismo mes. Tuvieron que alquilarse y en marzo regresó a trabajar como doméstica.

Sus manos, su cuerpo, se movían casi de forma automática. Sudaba mucho y hablaba poco. La primera pregunta que me hizo fue que cómo era el jefe. Tiempo después me hizo saber que en la última casa donde era interna, el trato que recibió fue humillante. Una noche el dueño se metió a su cuarto y empezó a masturbarse enfrente suyo. “Me dijo que yo estaba obligada a dejarme tocar, que me portara bien o me despedía, tuve que hacerlo, yo no sé hacer otra cosa que limpiar. Aquí siento que nunca van a hacerme eso”. No quise preguntarle más.

Las tareas domésticas requieren que se conozcan los gustos de quien contrata el trabajo, y en muchos casos ese tiempo de aprendizaje no se toma en cuenta. Al Rubén de este hostal le gustan las vistas de las sábanas hacia arriba; que los muebles estén alineados con el dibujo del suelo; que siempre haya azucenas dentro de la casa y que las plantas se rieguen con atomizador, no con manguera, para que queden las gotas de agua en la superficie de la hoja.

Había un producto específico para limpiar los pisos de madera, quitar el mal olor y las manchas a las alfombras, desengrasar las cocinas con superficie de vidrio, limpiar los azulejos y cristales de las bañeras; usar planchas de vapor, pastillas de jabón para las lavadoras de platos, detergentes y suavizantes para lavar la ropa en lavadoras, bolsas de colores para reciclar la basura, todo un mundo nuevo. “Ese es el secreto de mis 25 años de éxito en este negocio”, decía.

Barbarita es la cocinera de esa casa y quien nos recordaba cada detalle en los que se fijaba el Señor Rubén cuando venía de sus viajes. Ambas cosas las hacía con todo el cariño que le podían permitir sus hernias discales, cervicalgia, contracturas y una ciática que la mataba de dolor a cada rato. Patologías propias de una persona de 90 años, no llegando ella a los 50. Se tenía que drogar con sinalgen que lograba conseguir a sobreprecio. “Llevo 10 años cocinando aquí, soy como de la familia. Solo espero que no me saquen cuando esté ya tan descojonada que no pueda trabajar. A ustedes también les va a pasar en algún momento, solo las mutuas reconocemos esos dolores”.

En el trabajo doméstico siempre prevalece un maltrato físico y psicológico, en mayor o menor medida. Puede ir más allá de los gritos e insultos: están también las jornadas de trabajo sin descanso suficiente, los bajos salarios o el incumplimiento de otros beneficios como estímulos, alimentación y vacaciones. Solamente experimentando es que podemos saber lo que nuestro cuerpo puede y aguanta.

Supongo que autolesionarse hasta el punto extremo del cansancio no es porque una esté deseando más dinero, ni trabajar mejor, sino para tener una excusa que supere todo eso y poder escapar. Eso hice, trabajé hasta que mi cuerpo empezó a rechazar el ser explotado, trabajé hasta que pareja y amigos me notaron mal, aislada, con los tobillos hinchados y deprimida. Y es esa sensación física y emocional de lo que significa el trabajo con lo que deberíamos quedarnos, al menos, para no bajar nunca la guardia.

Hemos organizado todo un sistema educativo que, desde los 5 años de edad en adelante, te inocula que el cuerpo es esclavo de la mente. Es decir, estás agotada, física y celularmente agotada, y tu mente debe engañar y decirle a tu cuerpo que puede aguantar lo que haga falta. Podemos perfectamente acostumbrarnos a un tipo de tristeza hasta llamarle felicidad. Eso sucede con el trabajo, encallado en imperativos, que a la larga se convierten en jerarquía y finalmente deviene en otra opresión. Normalizamos trabajar y deprimirnos por ello como normalizamos morir por pobreza, la violencia o la falta de acceso médico, solo porque no suceden todo el tiempo, sino a ratos: horario abierto, 8 horas todos los días excepto fines de semana, o en turnos de 2x2, como en mi caso.



Los nombres de las trabajadoras domésticas han sido cambiados para proteger sus identidades reales.



1 Suplemento hormonal usado como tratamiento para el insomnio.
2 Método de tortura para esclavizados durante la civilización romana que consistía en una estructura de madera diseñada para inmovilizarles.
3 Del latín camararius: criado.
4 Se trabaja 2 días seguidos y se descansan 2.
5 Del latín sirvientis: la que sirve.

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  • cuerpo
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Kianay Anandra Pérez

Periodista, feminista en construcción.