Miedo te ha enviado una solicitud de amistad

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Ilustración por Leonor García Santiesteban

⎯Tienes una nueva sugerencia de amistad: Andrés del Buey-Cid.

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Una persona despreciable, promiscua y carnavalesca, incapaz de ser feliz: según los comentarios que había escuchado de mi familia y de gente mayor, eso era un maricón.


En la secundaria mi nombre pasó a ser “El Maricón de Séptimo Cuatro”.

¡Qué ofensa! Yo, uno de esos. Yo, que quería tener hijos y casarme. Yo, al que llevaron a psicólogos porque tenía ataques de pánico y ansiedad. El que escuchó una vez a su padre preguntando a la psicóloga si no me veía muy flojo, como si ser flojo fuera malo. Como si ser flojo me hiciera maricón. Como si la mariconería la pudiera “curar” ella. ¡Qué miedo! Ser maricón estaba mal y yo no quería.

Pero la gente hablaba, ciega por sus sesgos y creyendo que yo tenía dificultades auditivas. Se me volvían agua los ojos cada vez que escuchaba los murmures sobre lo “fuera de lo normal” que era. A los catorce años ya me había acostumbrado un poco a las bocas sedientas de mis lágrimas, y no las saciaba tanto.

Un día encontré, sin querer, en el teléfono de mi tío, una porno gay. Mis sueños comenzaron a llenarse de hombres desnudos. La masturbación se convirtió en un camino desde el placer hasta la culpa. Me di cuenta que, mucho antes, ya me había fijado en otros de mi mismo género. Y qué miedo.

Yo no podía ser maricón. No me vestía como mujer ni era promiscuo. ¡Hasta virgen era! Quizá solo me atraían esos hombres porque los admiraba. Seguro era una etapa por la que pasaban todos. Incluso mi padre, en algún momento, tuvo que sentir atracción por otro hombre, producto de la admiración. Intenté convencerme de todo eso, durante dos años, encerrándome en casa de mi papá ‒vacía en ese entonces‒, con la única compañía de mi teléfono.


⎯Andrés del Buey-Cid ha aceptado tu solicitud de amistad, envíale un saludo.

Veintiún años. De Santiago de Cuba.

De un saludo pasamos a hablar todos los días.


A mí me habían hecho creer que no merecía tener de vuelta lo que ofrecía en mis relaciones. Incluso, que ser yo mismo no bastaba para resultar atractivo. Así que la mayoría de las conversaciones las iniciaba yo. Me inventé cosas para adecuarme a sus gustos mientras él me hablaba de sus ligues: que había tenido tanto novias como novios, pero prefería que nadie supiera eso. “Claro, porque eso está mal y hay que esconderlo”, me decía a mí mismo.

Imaginaba lo que sería estar entre su larga lista de romances. Entonces, lo intentaba borrar de mi mente para darle paso al miedo. Y lo bloqueaba por horas. Así, durante dos meses. Hasta que se cansó y su foto de perfil desapareció del chat.


Cuando no hay ni gota de esperanza para verse, pero se empiezan a enamorar de ti, bloqueas para evitar alimentarle las ilusiones.

Cuando la persona con la que llevas meses hablando te bloquea, una y otra vez, sin explicaciones, la bloqueas.

Cuando bloqueas, tu foto de perfil desaparece de su chat de WhatsApp.


Lo extrañé unos días. La preocupación por ser maricón volvió y ocupó el tiempo que pasaba llorando por lo que pudo ser, y no fue. Necesitaba convencerme de que los hombres no me gustaban. Que les admiraba y quería ser como ellos. Que por eso me gustó Andrés. Pero no lo conseguí. Le sumé castigos a aquello. Desde rasguños hasta ayunos. Y nada.

Tuve que volver a casa con mi madre y su esposo, sin el silencio al que me había acostumbrado en el lugar donde había pasado los últimos meses. Debí disimular, igual que hacía cuando me esperaban en la puerta de la escuela a pedradas, para que mi mamá no notase que estaba pasando por un mal momento.

Dejando a un lado los rasguños y gracias a los reclamos por mi mala alimentación, me reconcilié con la lectura como sustituta de los castigos, y para mantener mi mente ocupada. Releí a Rita Skeeter y su obra Harry Potter ‒aquí no sabemos nada de una tal Joanne‒, hasta que descubrí El Secreto.

Confieso que, a veces, me aferré a la fantasía y repetí muchas veces “No soy gay”. Pero “el secreto” no funcionaba.


⎯Pedro Javier García te ha enviado una solicitud de amistad. Diecinueve años. De Cienfuegos. Vive en España.

⎯Aceptar.


Las conversaciones las iniciaba él. Me descubrió, poco a poco y en la distancia, que el amor entre dos hombres era posible; que la homosexualidad no era algo para avergonzarse ni era tan necesario ocultarla; que los gays ‒en plural‒ podíamos casarnos y ser padres, buenos o malos; que seguíamos siendo humanos; que mejor vivir y después tener hijos; que amarme no era tan difícil como creía… Lo que me tuvo que ayudar a descubrir mi familia, me lo descubrió él.


⎯Tengo novio ‒le solté a mi Ronald Weasley (Sí. Tengo una Ronald Weasley).

Y no pasó nada. No me mató un rayo ni me quedé estéril. Nada. Decidí que si a ella, mi mejor amiga, no tuve que explicarle y decirle con palabras “Soy gay”, no lo haría con nadie. Pero al parecer me senté sobre una mesa ‒y se cumplió la superstición, se me rompieron los planes‒ y tuve que enfrentarme a mis padres preguntando por mi orientación sexual. Resultó que, en algún momento, algo en ellos había cambiado y yo, yo siempre iba a ser su hijo y tener su apoyo.

Gracias a Pedro comencé a desmontar la cantidad de sesgos que tenía sobre los cuerpos salidos de la cisheteronorma y la blanquitud ‒porque yo era toda una joyita, admirador de VOX y todo‒. Continuar desmontando me sigue costando tiempo y ganas. Sobre todo, ganas.

La relación se fue a la mierda, después de un año y tres meses, con todo un océano entre los dos. “Someone Like You” me sigue sonando a él, como todas las canciones me suenan a alguien, aunque ya no quede ni fuego ni cenizas, y el agua que apagó y limpió todo se haya secado.

Desde entonces mis problemas no tienen que ver con aceptarme. Ahora lidio con las consecuencias de los tres años que pasé siendo víctima de bullying; cambiando las clases por cartas de suicidio que terminarían en la bahía matancera; con un promedio escolar bajísimo que, según la secretaría de la escuela, no me alcanzaba para un preuniversitario y sí para matricularme en un técnico medio de Enfermería ‒del que no recuerdo ni la mitad de las cosas, no me gustaba la carrera.

Sometimes forgiveness is easier in secret”, dijo Adele. Y sí. Perdoné en silencio a mi familia ‒los creadores de mis inseguridades y prejuicios‒ porque de vez en cuando escucho un “Ojalá tener la aceptación de mis padres, como tú”. Porque he tenido suegras que no permiten a sus hijos hablar en casa de la persona que aman. Porque mi madre trata a mi novio como a un hijo. Porque mi padre pregunta por él cada vez que me ve. Eso no le pasa a muchos.

Me perdoné a mí ‒que fui de derechas, racista y transfóbico‒. Porque fui el resultado de burlas y prejuicios ejercidos por la sociedad.

Me considero afortunado. Puedo asegurar que, a día de hoy, hay un montón de adolescentes en Cuba conociendo su sexualidad e identidad de forma traumática. Porque, como yo, no han tenido quien les diga “Esto existe y está bien”; porque hay poco, o ningún acceso, desde la infancia a la educación sexual.

Odio decir “el Estado debe garantizar tal cosa”: el estado ni debería existir. Pero alguien tiene que acompañar el descubrimiento sexual de todas las personas, en las escuelas o en el hogar. Por suerte no manejo el sistema. La igualdad social no es tan igual nada. Por suerte ese alguien no soy yo.


⎯Miedo te ha enviado una solicitud de amistad.

Una pila de amigos en común

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  • orientación sexual
  • sexo
  • afectividades
  • homosexualidad
  • educación sexual

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Pigeon Cruz

Santa Marica (antes Virgen). Ni patria ni pinga, Geografía de La Oreja de Van Gogh. Besé dementores y no me pasó na :)