Madre ¿pero a qué precio?

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Ilustración por Laura Vargas

Nací en 1994, en pleno periodo especial. La Cuba de las bicicletas chinas, las camisas bacteria, las licras a rayas y los bajichupas. Una Cuba muy parecida a la de hoy casi 30 años después, pero con preservativos en las pizzas, y frazadas de piso como bistec.

En mi casa de Luyanó, donde nací y vivo al día de hoy, mi padre, un Ingeniero Mecánico, vendía ron. Mi madre cambiaba el dólar a 120 pesos, compraba un paquete de lentejas a 90 centavos dólar y me hacía un puré con algo de proteína. Ambos trabajaban donde hoy se levanta la Torre K, en la construcción del soñado metro de La Habana. A mí me vestían con la ropa de un vecinito dos años mayor, que tenía familia en la yuma. ¿Para qué vamos hablar de canastilla?

Recuerdo como si fuera hoy la bronca de mis padres, cuando yo tenía tan solo cuatro años. Ocasionó que nos fuéramos, mi madre y yo, a casa de mis abuelos maternos. Ahí empezó nuestra agonía.

Mi madre, que no había sido criada por sus padres, sino por su abuela, llegaba a una casa ajena como un camello con su joroba (o sea, yo). Pasaron cuatro años y ya mi madre no trabajaba en el metro de La Habana, ahora intentaba preservar el patrimonio, desde lo que sería nuestro entorno hasta el día de hoy: Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana.

Entre discusiones, malas acciones y desaires por parte de mis abuelos maternos, apareció el padre de mi hermano. El Chino, como le decían, era un mulato con dentadura perfecta egresado de las primeras graduaciones de Cibernética en Cuba. Original de Yateras, asentado en La Habana desde hacía años, ni “cantao” tenía ya. Pasó el tiempo y pasó y El Chino visitó la casa de mis abuelos. ¡Para qué fue aquello! Mientras duró la visita en la casa todo estuvo bien; nada más que salió por la puerta se desató la fiera. Mi abuela, una blanca casi analfabeta hija de español, no vaciló en gritarle a mi madre:


—¿Mijita tú has visto el tronco de negro con el que tú estás? ¿Qué ejemplo tú le vas a dar a tu hija?


Pero lo peor vino después, mi madre salió embarazada del “tronco de negro” y mi abuela la botó de la casa, embarazada y conmigo a cuestas. El Chino solo tenía un cuarto de 1.50 x 3 metros en el medio de Buenavista, municipio Playa. Y ahora una mujer embarazada con una hija de ocho años. Sin embargo, mi madre pudo conseguir un local prestado por su trabajo en La Habana Vieja. Allí nació mi hermano, a mí me cambiaron de escuela porque, a todas estas, vivíamos en la periferia: San Agustín, La Lisa.

La felicidad duró bien poco. En el cumpleaños número uno de mi hermano tuvimos que mudarnos de nuevo. ¿Se acuerdan del cuarto de El Chino? Pues para ahí nos fuimos. Durante tres años dormí en la parte de arriba de una litera, mientras mi madre y El Chino dormían abajo. Solo con espacio para la cuna de mi hermano y un refrigerador pequeño. El baño era colectivo, compartido con más familias, casi a la intemperie, en el pasillo de un solar de la avenida 19. La cocina eléctrica de dos hornillas era portátil, se sacaba para el pasillo a la hora de cocinar y luego de que las barrigas estuviesen llenas, se volvía a recoger. Levántate dos horas antes para llegar a la escuela y llega tres horas después. Para ese entonces ya mi hermano iba al círculo infantil, también en La Habana Vieja, mi mamá trabajaba hasta tarde y se me había asignado la tarea de recogerlo a la hora de salida.

Mientras todo esto sucedía, mi madre nunca dejó de buscar una solución para sacarnos de esa precariedad en donde vivíamos. Tanto dio que volvió a conseguir otro local. Esta vez, en el Cerro ‒donde está hoy la ampliación de la escuela de música Paulita Concepción‒, un caserón inmenso que había sido una escuela secundaria llamada Antonio Maceo. Durante nuestra estancia en ese lugar, cumplí mis 15 años. Ya El Chino y mi mamá se habían separado y ella estaba puteando con quien fue una de las mejores personas que he conocido en mi vida, y mi padrastro durante muchos años. El Chino también era bueno, pero el amor de ellos evidentemente no fue eterno. Por mi cumpleaños mi madre me hizo una fiesta sorpresa, muy a mi pesar, porque el bullying es de pinga y esta blanquita puntualita aprendió a sacar uñas y dientes para sobrevivir. ¿Cómo mis amiguitxs iban a saber que yo no tenía casa? Mi prestigio estaba en juego. Comprendí con los años que había compañeros peor que yo y que no se avergonzaban, o sí, pero estaban peor. No me arrepiento de ello, pero tampoco me enorgullezco.

Mi madre trabajaba en una empresa constructora, ¿qué paradoja no? Construía para otrxs y no tenía casa propia. Estuvo a punto de tener su casa, por su trabajo, una casa que diseñó para que tuviéramos finalmente nuestro espacio. Pero esta Revolución es “con todos y para el bien de todos”: cogieron robando a uno y pagaron justos por pecadores. Se fue a la pinga la casa, las esperanzas y las ganas de vivir. Fue la primera vez que vi a mi madre llorar, pero no fue un llanto de tristeza, fue un llanto de desespero, uno de: ¡Pinga me quiero morir!

Dos años después de mis 15 primaveras ‒sí, esa cursi expresión‒, mi tío mayor, el hermano de mi madre, un pobre maricón que estuvo preso por serlo, se ahorcó y ella heredó la casa donde vive hoy. La vida da tantas vueltas que terminamos viviendo en donde mi madre fue, alguna vez, feliz, en la casa de su infancia, adolescencia y juventud, en la casa de su abuela Aya. En esa casa vivía cuando conoció a mi padre, recién llegada de la URSS. En esa casa están sus muertos.

Cuando finalmente nos mudamos para su casa, la que siempre debió serlo, un día revisando el librero me encontré con una carta que tenía como destinataria a esta servidora. Esto nunca se lo he dicho, se va a enterar leyendo este texto. Era una carta de mi madre, donde mil veces me pedía perdón por abandonarme. Yo no entendía nada, ¿abandonarme? Sí, en algún momento mi madre pensó dejarme con mi padre, quizás entendió que estaría mejor con él, que ella no podía. Y ustedes dirán: ¡una madre nunca se rinde! El instinto maternal no lo permite. ¿Cómo se le pide a una mujer que crie, eduque, ame, etc., entre tanta miseria, y no se rinda?

Yo le agradezco el haber estado en cada momento, aunque algunos no le importaran. Porque es válido que no le importe cada mierda que se me ocurre en esta cabeza. También han sido acertadas las veces que me ha mandado a casa del carajo. Yo que he vivido a su lado cada decepción, tristeza y cada empingue, se lo permito y se lo aplaudo. No la juzgo, ni por un momento, por haber querido tirar todo a la mierda, porque no soy madre ni tengo pensado serlo, no me creo capaz de educar, amar y resistir de la manera que lo ha hecho ella. El supuesto binomio perfecto maternidad-felicidad, no existe a tiempo completo. Ni aquello de que un hijo es una bendición. Mi madre tuvo su “bendición”, dos, de hecho, ¿pero a qué precio?

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Laura Vargas

Venenosa, feminista, estúpida en mis ratos libres y CM a tiempo completo.