Los biólogos que me atienden

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Ilustración por Gabi Alcalapha

No importa cuándo lean esto. Ahora mismo, en alguna red social, hay un hombre (casi siempre son hombres) mandando a una mujer trans/travesti a revisarse la próstata. Los hay menos impacientes ‒la mayoría debo decir‒ que tal vez solo le avisen, con desenfado, que cuando cumpla los 40 años tendrá que hacerle la visita al urólogo.

Sea como fuere, el afán por mencionar el órgano en cuestión, resulta curioso. Habiendo tantos otros, y tantas características sexuales secundarias adjudicadas al “sexo masculino”, y hasta más visibles, no parece un ejercicio simple desentrañar por qué la próstata es el lugar común preferido de transfóbicos y conservadores.

La fijación con nuestra próstata y nuestros genitales es seria, de estudio. Los recalcan como si de pronto alguna de nosotras no fuera consciente, o se nos olvidaran nuestros caracteres sexuales y anatomía. Como si ellos fueran los encargados de estar ahí, siempre cerca, cual espía detrás de un ordenador, a ratos asomados por un tuit o una publicación de Facebook, para asistirnos en la desmemoria.

Dejando a un lado el hecho de que la mayoría ignora que las mujeres (cis o cisgénero, no trans) también tienen una próstata, estos hombres se creen verdaderamente astutos. Si te descuidas, hasta suenan inteligentes, lógicos. Es que claro, la lógica cultural de las categorías sociales de Occidente es una “bio-lógica”, nos explica la nigeriana Oyèrónkẹ Oyěwùmí en La invención de las mujeres , es decir, es una ideología del determinismo biológico para la organización del mundo social.

Como si esa lógica se forjara en un vacío, sin contexto sociopolítico y fuera universal, prepensamiento, prepatriarcal, precolonial, se creen poseedores de la “verdad de las verdades”. Como si alguno de esos órganos que mencionan tradujera, por sí mismo, alguna información de género, gritan a la primera: ¡cromosoma! ¡XX! ¡XY!. Como si los cromosomas, las gónadas, los genitales y el resto de características sexuales secundarias exteriorizaran informaciones que escaparan a la lectura de género que se le dio, social, médica y jurídicamente, a esa “bio-logía” de la que habla Oyèrónkẹ. Como si, además, género no fuera también vivencias, subjetividad, afectos, un ensamblaje en el que influyen diversos factores.

Un transfóbico de manual tiene complejo de biólogo y, en realidad, no está interesado en debatir. De entrada, si las bases de ese debate están dañadas o parten de un insulto o invalidación de la existencia, agencia, posibilidad de humanidad y de derechos de la otra parte, no hay debate posible. Cuando desde el inicio, mi interlocutor me anula, ofende, reduce, estigmatiza, el debate deja de ser válido. ¿Por qué tendríamos que someternos a esta táctica de desgaste? ¿Cuánto hay que repudiarse o malquererse para caer en la trampa narcisista y ególatra del debate objetivo, racional, “civilizado”, mientras los portadores de tales ideales te reducen, deshumanizan, ofenden y humillan? Nada nuevo habremos visto en nombre de esas ideas de objetividad, racionalidad y civilización.

Un transfóbico de manual, como su clasificación lo indica, es de manual. Va a seguir, paso a paso, una serie de acciones para cumplir su cometido, la misión divina de defender la biología, los valores de la familia, el “orden natural bio-lógico”. Simples voluntarios, colaboradores pasivos, mano de obra fiel, útil y barata al servicio de ideologías dominantes que se autoperciben y sienten más evolucionadas que el resto, puesto que se consideran desideologizadas. Claro, como ya sabemos, biología, ciencia, género, sexo, cuerpo, sexualidad, son nociones que surgieron de la nada, fuera de marcos científicos ideológicos.

Si no les interesa debatir con seriedad, a este tipo de personas les interesa menos leer o investigar. Desechan los estudios de género, de la ciencia, de la historia de la sexualidad. Cierran los ojos a discursos científicos sexuales y prácticas sociales. En los cuales, por ejemplo, nos dice Donna Haraway en “Manifiesto Cyborg”,1 fue construida la mujer, la cual esencialmente no existe, sino que “se trata en sí misma, de una categoría altamente compleja, construida”.

Tapan sus oídos incluso a tesis de la propia Biología de la que se creen sabedores. Nada les cuadra. Si les citas un autor o les pasas un enlace, te dirán que el medio o el autor es progre o “rojo”. Si le recomiendas bibliografía, no querrán leer, dirán que es demasiada teoría o que el lenguaje es muy enrevesado. Si les rebates con un estudio o tesis de una bióloga que les desmonte su biología del sentido común, o de cualquier profesional de la disciplina sobre la cual estén disertando, enseguida dicen: falacia de autoridad. Los mismos que tienen como autoridad una supuesta biología con la que solamente pretenden que se establezca una relación de ordena y manda, biología-destino, sin contexto, fisuras, subjetividades, vivencia psicosocial, agencia, autonomía. Autoritarismo sexual y de género puro y duro.

En La construcción del sexo. Cuerpo y género desde los griegos hasta Freud,2 el sexólogo Thomas Laqueur, hijo, por cierto, de un médico alemán realizador de importantes investigaciones asociadas a la próstata de personas inscritas bajo sexo masculino, realiza una historiografía sobre el sexo y da cuenta de que este, la diferencia sexual, su análisis y observación, son contextuales, construidos y legitimados por discursos sociopolíticos. Para ello, presenta los dos modelos existentes hasta ese momento para comprender el cuerpo humano y explica cómo y por qué se pasó de uno a otro. En el primero, el unisexual, usado desde la Antigüedad, el sexo era uno solo, pero con dos formas de presentarse, en dependencia de si los genitales se encontraban dentro o fuera del cuerpo. La mujer era, en esencia, un hombre defectuoso o una versión más subdesarrollada de este, con los genitales en el interior. Este, aunque jerárquico, era un modelo de sexo abierto, fluido, permeable, cambiante según el ambiente y las actividades. La diferencia era de grado y no de tipo. Mientas que, en el modelo de solo dos sexos, usado a partir del siglo XVIII y por motivos políticos –naturalizar la jerarquía entre hombres y mujeres con base en el determinismo biológico– la diferencia sí era de tipo. Era un modelo de sexos opuestos, binarios, distintos, mutuamente excluyentes y con fines reproductivos, en el que las mujeres eran inferiores por naturaleza o por biología.

En su artículo La construcción científica del sexo , la académica y bióloga trans Leah Muñoz, a propósito de las investigaciones de Laqueur y a tono con las advertencias de Donna Haraway referidas anteriormente, plantea que:

un análisis (…) sobre cómo se dio la construcción científica del sexo, y cómo en esta construcción se fueron configurando una serie de explicaciones reduccionistas, biologicistas y esencialistas que generaban una “verdad sobre el sexo” (…) es un paso necesario para generar una crítica a las concepciones biologicistas contemporáneas que sigue produciendo la ciencia

en tanto, esta historiografía crítica sería “un intento por complejizar la relación entre ciencia, sexo-género y subjetividad ya que se pretende mostrar que, en la ciencia, la noción de sexo no ha sido autoevidente y que, más bien, su construcción ha sido el resultado de controversias entre disciplinas científicas influidas por los contextos sociales”.

Pero sabemos que complejizar no es lo de estas personas. Y no le darían crédito a ni una sola de estas investigaciones. Viven de simplificaciones y reducciones.

Mucho menos nadie se atreva a explicar la multiplicidad de vivencias y sexualidades borradas por los procesos de colonización y que hoy día, irónicamente, se disputan como derechos en los Estados-nación y las llamadas democracias; aquella idea de Rita Segato de que la modernidad y todo su aparato “oenegero” democrático nos da con una mano, lo que ya nos arrebató con la otra. Aquello de que antes de la irrupción del hombre blanco occidental con su ideología de raza y bio-lógica, no tenía un marcador estricto de género. Por tales motivos es que se afirma que la transfobia es racismo. Que la transfobia es colonial. Que nuestros orishas y ancestros no leyeron ni tuvieron la necesidad de leerse a Judith Butler, como diría Yos (erchxs) Piña Narváez . Ni a Foucault, ni a Simone de Beauvoir, ni a Paul Preciado, ni a Rita Segato ni a Aura Cumes. Todo eso vino después. Criminalizar, negar, corregir, castigar y llevar a la muerte a personas que tenían otros modos de vivirse sexualmente también fue lo que hizo Europa hace más de cuatro siglos con los habitantes de las regiones que colonizó. Desde entonces, una cruzada que se reactualiza y que hoy, cual verdadera ideología de género, tiene en el foco a las personas trans.

No importan las múltiples perspectivas que les ofrezcas. Ellos solo quieren, como todos –tampoco voy a hacerme la ingenua–, reforzar sus argumentos. La única diferencia entre el deseo de reforzar los míos con el de reforzar los suyos, es que los míos son para hacer este mundo más habitable para personas como yo, mientras que los suyos invalidan marcos de existencia, niegan derechos y condenan a la exclusión y a la muerte. Son para mantener el orden actual de cosas, un supuesto orden biológico opresivo.

Cuando agotas todos los recursos y solo te queda apelar a tu propia vivencia, y le muestras la herida para que la toque y conecte de algún modo contigo y tu historia, descubres que esa persona no quiere entenderte, nunca tuvo interés en debatir ni en reconciliar los mundos rotos y diferenciados por la maquinaria colonial, el discurso biomédico y las ideologías deshumanizantes.

En su pensamiento “bio-lógico” así como vulva igual a mujer, pene igual a hombre, se da el caso de que hay mujeres trans con vaginoplastias o con una “apariencia física de mujer” según los patrones sociales establecidos y reconducen ese pensamiento hacia otros órganos o características que consideren exclusivas de un sexo o de otro o aluden a lo no visible: los cromosomas, los genes, las gónadas. Y no es la próstata un órgano tomado al azar, ingenuamente. La elección de esta pequeña glándula en forma de nuez, que rodea la uretra, por debajo de la vejiga y por delante del recto, esencial para la función sexual, reproductiva y urinaria, intuyo, tiene un trasfondo macabro, cruel.

Ilustración de Laura Vargas

No puedo pensar lo contrario cuando a nivel mundial, el cáncer de próstata es el segundo tipo de cáncer con mayor incidencia en personas asignadas al sexo masculino, después del de pulmón, y está entre las seis principales causas muerte de este grupo. En 2020 hubo alrededor de 1 414 259 nuevos casos y 375 304 muertes alrededor del mundo, según datos del Observatorio Global de Cáncer (GLOBOCAN) . Se estima que para 2040 estas cifras aumenten a 2,3 millones de casos nuevos y a 740 mil muertes como consecuencia de un tumor en el área prostática, cuyos únicos factores de riesgo determinantes son la edad, afrodescendencia y antecedentes familiares.

De acuerdo con el Registro Nacional de Cáncer (RCN) , en Cuba, la tasa de incidencia de cáncer de próstata entre 2015 y 2017 fue del 23,4 % del total del promedio anual de cáncer en hombres (25 163). En ese mismo periodo, el promedio anual fue de 4 364 personas de “sexo masculino” (39,5 por cada 100 mil habitantes) con cáncer de próstata.

En el caso de mujeres trans/travestis, en la mayoría de los países, y Cuba no es la excepción, son percibidas por las políticas de la salud, estadísticas y demografías como hombres o “sexo masculino”, por lo cual se dificulta el acceso a datos más precisos. Siendo, ya de por sí, difíciles por cuestiones asociadas a la identidad de género, el ámbito legal, prejuicios y discriminación.

Aunque se cree que es poco frecuente el cáncer de próstata en mujeres trans/travestis , y se hayan identificado pocos casos en pacientes trans que comenzaron a usar hormonas a partir de los 50 años ‒por lo que se duda si ya estaba presente‒, es una población que no debe ser excluida ni en las acciones de salud ni en la comunicación para el control y detección temprana de esta enfermedad.

Sin embargo, un transfóbico nunca tiene estas buenas intenciones. Recordarte cada día con tal desenfado que tienes una probabilidad mayor de padecer este cáncer en la vejez, es cuando menos, bochornoso. Lo repiten como quien quiere burlar tu devenir mujer, tus largos, difíciles y traumáticos procesos para reducirte a una estadística, una predominancia anclada a tus órganos sexuales leídos como género, y de los que, en su lógica, por más que quisiéramos, por más hormonas que usemos, por más cirugías, por más apariencia femenina, no podremos escapar. Como quien dice: al final la biología va a ganar. ¡Biología o muerte, venceremos!

En Cuba es conocida la expresión “el compañero que me atiende”. En Cuba se dice que cada persona tiene un compañero que lo atiende, que lo aleja del pensamiento disidente, que lo trata de reconducir hacia el “buen camino”. Son agentes profilácticos. Un agente, un chivatón, un cederista. Rangos diferentes, pero una misma misión: espiar para el poder político. Espiar para mantener un orden social y político. Todos tenemos uno. Puede ser tu vecina, el que te vende cosas a sobreprecio, tu amigo, tu amiga, incluso tu amante. Los opositores, activistas y periodistas independientes tenemos uno. Son visibles. Se han hecho más visibles en los últimos tiempos, incluso te vigilan por redes sociales. Están pendientes de ti y a cada rato te dejan saber que están cerca.

En Cuba, y ojalá fuera solo en Cuba, las personas trans tenemos, además, asignado un compañero biólogo que nos atiende. Un urólogo, un genetista, un proctólogo. Compañeros que dan consultas y recetan de gratis, online, sin nadie solicitarlos. Te vigilan en redes. No se les ve en las publicaciones donde pides ayuda o hablas de algún tema banal. Pero basta que saques algún tema relacionado con las personas trans o subas una foto, enseguida aparecen. Te preguntan si ya te revisaste la próstata, te cuentan los cromosomas, te hacen rayos X, te pegan un meme transfóbico, hacen analogías profundas y serias del tipo “si una jirafa se viste de mujer, ¿se convierte en una mujer?, no ¿verdad?, va a seguir siendo jirafa”. Hablan de tus genitales y gónadas delante de ti, públicamente, se van con ellos en la boca hasta la próxima misión de estos aguerridos cibercombatientes.

En Twitter viven más preocupados por mi próstata que mis doctores, o que yo misma. Siempre les respondo que la mía está bien masajeada, atendida, y que cuando llegue su momento me la revisaré, que vayan ellos a ver qué hacen con la suya, no vaya a ser que de tanto vigilar la ajena desatiendan la propia. Ellos esperan que una se ofenda, se avergüence, que se recondene. Vienen con su idea de humillarnos, pero el tiro les sale por la culata: ¿Por qué no te ofendes, maldito transexual? Quiero que te ofendas.

Entre col y col, no faltarán los bulos y tropos de siempre: las mutilaciones y operaciones a menores, los menores obligados a ser trans, las grandes farmacéuticas, los tres o cuatro ejemplos de personas extrans o destransicionadas y arrepentidas; o los tres o cuatro casos manipulados sobre presuntas mujeres trans violadoras, pedófilas, acusadas de violencia de género. Porque al transfóbico y al antiderechos siempre le es más fácil amplificar casos individuales para convertirlos en un problema inherente de un colectivo, incentivando pánicos sociales.

Con estas personas nunca te vas a sorprender, a menos que sea de lo predecible y poco originales que son. Si nos lo propusiéramos, cualquier persona trans y aliada, con presencia activa en redes sociales, pudiera escribir una especie de manual, decálogos o artículos del tipo: “10 argumentos que un transfóbico siempre te va a dar en línea”. Puede que hasta los haya.

Casi al final de cualquier confrontación con un transfóbico, quien habrá cambiado varias veces de profesión con los vaivenes del debate, aparecerá transformado en antropólogo o arqueólogo, y pretenderá rematar con otro lugar común. Soltará, agotado, pero todavía con ánimo de vencedor, que “de aquí a 1000 años cuando encuentren tus huesos van a decir que eras un hombre”. Un transfóbico vive de negar derechos en base a hipótesis y de imaginarse escenarios. Es un ser previsor. Vive siempre preocupado por tu futuro: “A los 40 años…la próstata. Dentro de mil años… tus huesos”.

El 25 de septiembre de 1988, en un área boscosa de Florida, Estados Unidos, fueron encontrados los restos irreconocibles de quien presumiblemente consideraron una mujer cisgénero y a quien, a falta de documentos de identificación, llamaron Julie Doe . Tenía señales de haber sido violada. La autopsia reveló varias cirugías de afirmación de género que se habría realizado esta persona, como rinoplastia y prótesis mamaria, entre otras. Además, unos hoyuelos en la pelvis que los forenses atribuyeron a un embarazo. En el 2015, mediante una prueba de ADN, supieron que se trataba de una mujer trans que además usaba hormonas, las cuales habían provocado los cambios óseos en la pelvis.

Numerosos estudios revelan cambios en la densidad y configuración óseas en personas trans que usan esteroides sexuales como parte de sus tecnologías de afirmación de género. Por otra parte, expertos en arqueología confirman que esta disciplina no está exenta de sesgos y de miradas cisheteronormativas y patriarcales. Sin embargo parece haber consenso en que la determinación del sexo-género no son procesos tan sencillos como los transfóbicos creen. Al no ser el género universal ni ahistórico, no se pueden hacer interpretaciones generalizadas sin un análisis contextual, situado y cronológico.

De más está decir que hay cada vez más probabilidad de que de aquí a mil años, cuando otra civilización desentierre mis huesos, lo que diga si acaso es que fui una mujer trans. De cualquier manera, yo, que no sé siquiera qué va a pasar conmigo de aquí a diez años, en un mundo en el cual el Nunca Más antifascista se vuelve cada día un juramento más irreal, lo que menos me interesa es lo que puedan decir sobre mis huesos dentro de un milenio gente que no me importa, porque ni existen ni tendremos garantía de que existirán. Cuando llegue a los 40 años y tenga que ir a chequearme la próstata iré sin ninguna vergüenza. Normalizar el cuidado a la salud sexual y celebrar mi autonomía corporal no debería ser motivo de vergüenza. Va y tanta gente preocupada por nuestra próstata es la que necesita que se la trasteen un rato, compañeros.


Bibliografía:

1 Donna Haraway (1995). “Manifiesto Cyborg”, Ciencia, Cyborgs, y Mujeres. La reinvención de la naturaleza, Ediciones Cátedra S. A, Madrid.
2 Thomas Laqueur (1994). La construcción social del sexo. Cuerpo y género desde los griegos hasta Freud, Ediciones Cátedra S.A, Madrid.

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Mel Herrera

Una Mel Herrera cualquiera.