La noche es testigo (fragmento de novela)

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Ilustración por Jairo Cabrera Monagas

Nota del autor: “La noche es testigo” es una novela escrita a partir de mis dos grandes obsesiones: la escritura y la nocturnidad (el deseo). Su protagonista, Abelardo (alias Diamante Negro), también se debate en esta angustia. Tiene el compromiso de entregar a su agente literario una novela por la cual ya ha cobrado una suma considerable a manera de adelanto, pero incumple una y otra vez el plazo de entrega. Pasa las noches en los espacios de ligue gay o vagando la ciudad en busca de aventuras sexuales. “La representación, la farsa. Caminar con aire glamoroso, teatral, frívolo. Con la certeza de que los grandes momentos de esta vida -el esplendor o la decadencia, nuestras derrotas y victorias- se deciden en una pasarela”, nos dice. Las Apalencadas, por su parte, son un grupo de 3 amigos disidentes sexuales para los cuales, a lo largo del texto, uso indistintamente género femenino y masculino, como es habitual en determinados ambientes gays.

***

Fue entonces, cuando aparecieron Las Apalencadas pretendiendo virar al revés el mundo apacible de La Casona. Decían estar convencidos de que La Casona no era la Ca-so-na sino el ingenio El Molino, el cual fue propiedad de los marqueses de Prado Ameno. Hasta querían traer unos antropólogos mexicanos, para demostrar que allí estaba enterrado un esclavo que había sido poeta y que escribió una autobiografía muy conocida en el mundo entero, sobre todo en los Estados Unidos y en Inglaterra. Aseveraban que el esclavo estaba enamorado de su protector, un señor muy rico, el cual tenía la mejor biblioteca de la Isla y que había llegado a tener amoríos con él. Una de Las Apalencadas, a quien llamaban La Fanoniana, era muy famosa porque tenía un programa en la televisión, en un horario estelar, donde hablaba de libros, rap y música popular compuesta e interpretada por negros. Como tenía los drelos, para que no lo reconocieran, La Fanoniana se los recogía y los escondía debajo de una gorra.

Otra de Las Apalencadas, a quienes el resto de ellas llamaban La Teatrista, aseguró que había descubierto las cartas que el señor rico le escribía al esclavo, junto con la segunda parte de su autobiografía, que los historiadores daban por desaparecida. Estos documentos los tenía guardado muy celosamente por culpa de los intelectuales y los historiadores cubanos, los cuales son muy racistas y homofóbicos. Porque si ellos se enteraban de la existencia de aquellos documentos, se iba a armar tremendo revuelo. Hasta podrían desaparecerlo junto con los documentos. O no sé… fingir un accidente de autos, un incendio o, en el mejor de los casos, internarlo en un hospital psiquiátrico después de haber recibido varias sesiones de electroshock. No sería ni el primero ni el único.

La Teatrista, que tenía su media unidad y era hermana de santo de una de las pájaras de Las Veinticuatro Broncas, comenzó a visitar todas las noches La Casona, a indagar con los maricones si era cierto que por allí rondaba el espíritu de Manzano, el esclavo poeta, si habían sentido o visto algo extraño. Llevaba siempre un sombrero de paño (una prenda totalmente inapropiada para aquel lugar). No sé si para desmarcarse del resto de los pájaros que vamos allí, o por si la policía lo encontraba o lo reconocía cualquiera de sus admiradores, aclarar enseguida que su presencia en aquel antro se debía a que estaba realizando trabajo de campo y no buscando machos. A veces, cuando una opinión, una frase o un gesto le parecía digno de ser recordado, encendía el celular para grabarlo. Lo hacía de forma muy cortés y advertía que no había que preocuparse porque él no era policía, sino un artista y era tan maricón como nosotros. Pero los pájaros, que no le gustan tantas averiguaciones, estaban furiosos. Porque a La Casona se va a lo que se va. No a escribir libros ni a indagar por marqueses ni espíritus, y menos de esclavos.

Pero La Santiaguera, que es una travesti muy suspicaz y con un signo de peso en la cabeza, que siempre está sin un kilo porque quiere cobrar por una mamada más que el resto de las muchachas, se le acercó y haciéndose la interesada, le dijo: “Amo el teatro. Cuando estaba en la secundaria fui artista aficionada”. También le advirtió que tuviera mucho cuidado con esas locas, porque son unos maricones frívolos e incultos. “Lo único que saben es hablar de machos, pingas y de a quién le cabe la más grande. Además, todo lo hablan”. Ella, en cambio, sí que era un pájara muy preparada. Leída y escribida, como decía su abuela.

Finalmente, le preguntó si esos papeles valían mucho. La Teatrista, contenta de que alguien finalmente le prestara atención, la miró fijo y suspirando exclamó: “Ay, mi amor…”, hizo una pausa desmesurada y añadió: “...imagínate tú”, esta última frase sonó tan teatral, tan convincente, que a La Santiaguera le brillaron los ojos de la codicia.

Aquella era la oportunidad de su vida. Ya no tendría que usar más rellenos, se podría inyectar hormonas, comprar todos los trapos, perfumes y maquillajes que quisiera. Incluso pensó en sobornar a la doctora Marieta Calvo para conseguir una operación. Sabía de su devoción por los vinos y los viñedos. Se aparecería en su oficina ostentando el vino más caro, se olvidaría de las veces que le escribió, le pidió entrevistas y no le respondió. (No hay por qué ser rencorosa). La cosa era resolver. Se declararía su más ferviente admiradora, y finalmente le hablaría de su ira, de su angustia por tener que habitar ese cuerpo inmundo, viendo todos los días aquel pedazo de piltrafa. Pero no, de aquel pedazo de carne, que como una longaniza colgaba de sus entrepiernas, no se podía quejar, era su instrumento de trabajo y recordó las veces en que la sacó de apuros y le dio de comer. Como le decía su abuela: “Bernardo, (La Santiaguera odiaba que la llamaran así) siempre estás poniendo la carreta delante de los bueyes”.

Resulta que La Teatrista, según había indagado la Santiaguera, era bugarrona (un verdadero espécimen de la modernidad). Jamás se la habían templado por detrás. La muy ortodoxa siempre se ufanaba de eso. Entonces habló con un pepillo amigo de ella, un rubito de ojos verdes. Sabía que el talón de Aquiles de La Teatrista eran los blancos. (Siempre estaba escribiendo sobre la historia de los negros, pero lo cierto es que entre ellos, hasta el momento, no se le conocía ninguno de amante negro). La Santiaguera persuadió al rubito de ojos verdes quien, a diferencia de La Teatrista, hacía cualquier cosa en la cama por dinero, para que la sedujera, averiguara dónde estaban los papeles. Después podría drogarla, reventarle la cabeza a patadas o tasajearla, de arriba abajo, con una navaja. Le daba igual. Luego, cuando el crimen estuviera consumado, ella entraría a la casa, limpiaría todas las huellas, las manchas de sangre, desaparecería el arma, tomaría los documentos del tal Manzano y a gozar la vida.

La Santiaguera le confesó a La Curra sus planes, pidiéndole que guardara el secreto, porque si todo salía bien le iba hacer su regalito. La Curra la miró fijo y le dijo: “Claro que sí, mi hermana, tú sabes que yo soy una mujer a toda y que conmigo puedes contar para cualquier cosa.” Ojo con este parlamento, porque cuando un maricón cariñosamente te llama mi hermana o comadre lo mejor que puedes hacer es desaparecer. Resulta que La Curra a la media hora ya se lo había contado a Culito de Gallina, Culito de Gallina a La Malve y La Malve, que es muy ingenua, a todos los pájaros que estaban aquella madrugada fleteando en La Casona.

Entonces me vi precisado a pasar de la semiótica a la chancleta. Esperé el momento en que todos los pájaros estuvieran reunidos. Les dije que Las Apalencadas eran mis amigos. Y con mis amigos no quería ningún tipo de problema. Porque si le llega a pasar algo a cualquiera de ellos, le voy a pegar candela a La Casona con todos los maricones dentro. Casualmente La Santiaguera estaba hablando con un cliente que tiene mucho dinero y siempre la viene a buscar en un carro de turismo, de esos que tienen los cristales oscuros, para que no veas desde afuera a las personas que están dentro. Y me viré hacia él y le advertí que tuviera mucho cuidado con aquella perra asesina, que ya había estado presa en el Centro de Menores y en el Combinado del Este por robos, intento de asesinato y que además tenía el SIDA. Le iba a desgraciar la vida porque está planeando el robo de unos documentos que valen mucha plata y son secreto de Estado. Y quiere manipularte para, el día del robo, escapar en tu carro. El hombre, que según supimos después, no era tan hombre sino, como decimos en el ambiente, más mujer que madre, comenzó a insultarla. La Santiaguera fue a sacar una navaja de la cartera para cortar al tipo, porque ella es La Santiaguera y había que respetarla. Mientras hurgaba en la cartera tratando de dar con la navaja, siguió gritando todas las cosas que le decía aquel hombre cuando ella lo estaba penetrando. Pero él no cogió miedo. Entre varios maricones tuvimos que quitársela de arriba, porque el tipo por poco la mata a golpes. Llegaron más pájaros a defender a la Santiaguera y comenzaron a gritarle al hombre del carro: maricón, culo abierto. Le cayeron a carterazos. Lo golpearon con todo lo que hallaron. Hasta que el hombre pudo montar en el carro y escapar.

Le conté cada detalle de lo sucedido a La Teatrista, para que no volviera por La Casona, ni mirara a aquel pájaro. También le concerté una entrevista con mi mamá, la espiritista más famosa de todo Los Mangos, a quien le baja el espíritu de Ma. Fermina, una negra que también fue esclava. “Lo mejor es dejar que los muertos se entiendan entre ellos y no mezclar la mariconería con esas cosas”. Y agregué: “No creo que a Manzano, que es un espíritu de muchas luces, le agrade que estés indagando por él entre estas locas incultas y de gargantas profundas y sedientas”.

Sin embargo, el resto de Las Apalencadas se hicieron adictas a La Casona. Con las primeras que intimaron fue con las negritas de La Veinticuatro Broncas, que al principio las miraban atravesado, con los labios estirados y los ojos retorcidos en señal de desconfianza, pero a los pocos días ya eran muy amigas. Las primeras cultas, las otras chancleteras. Enseguida empezaron a hablar de santería, de espiritismo, a comunicarse en jergas y expresiones que ellas manejaban muy bien. Los otros pájaros, envidiosos, las miraban y murmuraban con desprecio: “Verdad que esa unión es más fuerte que cualquier otra cosa”. Se referían a la negritud.

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Alberto Abreu Arcia

Intelectual afrocubano, activista contra la homofobia y la discriminación racial. En el 2007 obtuvo el premio Casa de las Américas en ensayo artístico literario por su libro “Los juegos de la Escritura o la (re) escritura de la Historia”. Ha publicado otros libros como: “El gran mundo” (cuentos), “Virgilio Piñera. Un hombre una Isla” (Premio UNEAC de ensayo, 2000) “La cuentística de El Puente o los silencios del canon narrativo cubano” (Aduana Vieja, 2016) y “Por una Cuba negra. Literatura, raza y modernidad en el XIX” (Editorial Hypermedia, 2017)