Hembra que no llora, no mama

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Ilustración por Laura Vargas

Lo malo no es haber despertado. La desgracia es hacerlo cuando todavía es 14 de febrero. Eso no estaba en los planes. Agarro el celular debajo de mi almohada. Miro la hora y las notificaciones. Son las 8 de la noche. “¿Comiste?”, “No sé nada de ti desde el almuerzo”, “¿te pasa algo?”. Son, en total, como seis mensajes de WhastApp y tres llamadas perdidas solo de mi mamá.

Sigo acostada. Estoy casi a oscuras. La luz de la pantalla de mi celular es lo único que me alumbra. He dormido desde temprano por tres razones principales: tengo alergia; quiero mantenerme ajena a las demostraciones de amor en público, a las postalitas de los enamorados; me tomé dos benadrilinas para paliar las dos razones anteriores. Así de simple. Tal vez soy una envidiosa de mierda, como me ha ido tan mal…

Me da igual. El caso fue que temprano decidí dormir veinticuatro horas seguidas. Con doce me conformaba. Quería dormir hasta que fuera 15 de febrero. O 16, 17, cualquier otro día. Pensar que al despertar sería otro, era un alivio. Nada de parejitas, ni flores, ni poemas ridículos, ni fotos en el restaurante tal con “mi pieza”, ni posts sobre cuántos obstáculos ‒y tríos y orgías sin mencionar‒ han tenido que sortear Fulano y Mengana para continuar juntos no sé cuánto tiempo.

Horas antes, sin embargo, había decidido que necesitaba un trabajo. Una entrada de dinero fija que me permitiera lo básico. De paso, pagar mis deudas, mis gastos, los arreglos de la casa, el impuesto en Vivienda que aún no he pagado, los 350 pesos de mi apartamento para arreglar el motor de agua del edificio, la electricidad, los 5000 del mantenimiento del split, la comida.

Había hecho un poco de catarsis en Facebook antes de sucumbir a los efectos de los antihistamínicos, cansada de hacer mil malabares con lo que me cae al mes. Cansada de vivir del invento.

Reviso el post y tengo infinitos comentarios en solidaridad. Varias ofertas de empleo por Messenger, por WhatsApp y por Telegram. Me abrumo. Hasta me dicen: “niño que no llora, no mama”. Me mandan empleos en los que ya he probado y agradezco, pero no tengo ánimos para explicar por cuáles razones no volvería a probar. Al final de cuentas una siempre va a ser una acomplejada, una resentida que no se esfuerza suficiente o que se siente discriminada por todo.

Cuando me preguntan a qué quiero dedicarme siempre respondo que no me veo haciendo algo diferente a escribir. “Pues hazlo ‒me responden‒, eso siempre se te ha dado bien”. Suena tan fácil. ¿Quién vive de la escritura, a menos que seas de los que pueden vivir de la escritura? ¿Quién me creo que soy? De todos modos, ¿cómo explicar que hace meses no logro unir dos palabras?

Estoy paralizada. Quiero escribir, de eso no hay dudas. Sinceramente, es lo que siempre me ha reportado algo de dinero, pero a partir de ese punto entro en el círculo enfermizo. Necesito un dinero urgente para cubrir mis necesidades, me siento a escribir para conseguirlo, me obligo a hacerlo, me doy cuenta que no puedo, no estoy concentrada, soy una incapaz, quizás no me concentro porque justamente estoy pensando que necesito urgente algo de dinero. Una cosa tiene que ver con la otra.

Pocas veces se entiende cuando digo que mi falta de concentración para escribir y mis depresiones no son, en primera instancia, por ser trans. La causa primera es que soy pobre. Sería satisfactorio tener un carnet de identidad con mi nombre y demás (tal vez deberíamos estar cuestionando o luchando por eliminar la inscripción de la diferenciación sexual por parte de los Estados), pero mucho más satisfactorio es tener vivienda, salud adecuada, comida. Al menos la vivienda ya la tengo, un cuarto propio, tan importante para nosotras que nos echan desde muy temprano a la calle. Sostenerlo son otros veinte mil pesos.

Sé que se me han unido muchas cosas: la fecha, la soledad en que paso la fecha, desamor, hambre, alergias, benadrilinas, mi madre preguntándome cosas que ya ella sabe. No, no he comido. Sigo sin agua. El motor está roto. Sí, otra vez. Hay que dar 350 pesos. Alergia otra vez, mamá. Sí, estoy sola. Claro que ahora como algo. Sí, estoy bien. Mamá, después te escribo.

Me entra una llamada de Kiriam, mi “madre trans”. Me ofrece ser su asistente los fines de semana en sus shows del bar Swing Habana. No tiene a nadie por ahora. La que la ayudaba, ya no va a poder hacerlo más. Ha visto mi post. Tal vez me interese. No es mucho lo que puede pagarme, pero es algo, dice. Mi trabajo consistiría en acompañarla y estar al tanto de lo que necesite antes, durante, y después de sus presentaciones. Me dice cuánto me pagaría y no me parece mal. Si acepto, empiezo hoy mismo. Acepto. Por lo tanto, hoy mismo debo estar a las doce de la noche en Swing Habana. O sea, más bien hoy mismo debo salir hacia allá, porque cuando sean las doce de la noche, por suerte, ya habrá dejado de ser hoy, 14 de febrero.

Me baño con un poco de agua que me queda y, a eso de las once, parto a buscar un taxi. Mientras espero, me doy cuenta que debí haberme abrigado más. Llevo un vestido muy lindo, pero ligero, abierto en la espalda. Todo indica que voy a pasar frío esta madrugada. Cojo un taxi enseguida y llego demasiado temprano. Swing Habana queda en El Vedado, específicamente en 26 entre 23 y 21. Son ahora las once y cuarto. Faltan cuarenta y cinco minutos para que Kiriam llegue. Me quedo en la esquina. No tengo de otra. No me dejarán pasar sin ella, me ha dicho.

Desde la esquina observo los movimientos en el bar, las luces, los de Seguridad, la gente que llega, las parejas, los tríos, los cuartetos, los carros, las pintas, las mujeres en tacones, todas glamurosas. Hace frío. Pasan pocos carros por 23 a esa hora. La gente debe estarse amando, pienso, y con la misma me río sola. He sonado tan ridícula.

Los pocos carros que pasan disminuyen la velocidad a medida que se acercan a mí. Algunos choferes creen que quiero un taxi. Otros pitan o me llaman. Me ofrecen otras cosas. Pasa uno que me lanza un beso y me grita algo que no logro entender. No estoy en un buen lugar, al parecer.

Dos o tres personas han pasado desde que estoy ahí. Me miran y siguen de largo. ¿Qué puede estar haciendo una muchacha a esa hora un 14 de febrero debajo de unos arbustos, en penumbras, en plena calle 23? Sentirse sola, huérfana, malquerida, perdedora.

Después de todo, qué mejor manera de pasar este día que acompañando a mi madre trans a trabajar. Camino unas cuadras para hacer tiempo y regreso a la esquina de Swing Habana. Me recuesto a la rejilla de un establecimiento. El tiempo no camina. Son apenas las once y media.

No sé de dónde ha salido, pero hay un tipo muy cerca de mí, como a 8 metros. Parece que va a tomar un taxi. Le echo unos 38 años. Quizás un poco más. Es calvo, fuerte. Me resulta un tembita interesante. Tiene lo que una amiga llama “vibra empotradora”. Lleva un blazer azul pastel. No recuerdo el color del pantalón, pero todo le queda bien. Está mirando su teléfono, de espaldas a mí. De pronto se voltea a mirarme, tal vez lo ha hecho antes y no me he dado cuenta. Casi de inmediato siento que podría singar con él. No sé. Me gusta.

Me mira como dos veces más. Luego se acerca, pasa frente a mí, me mira fijo y sigue. En momentos como estos siempre me pregunto si el tipo sabrá. En la calle, la mayoría del tiempo “paso”, que entre personas trans significa ser leídos socialmente, como mujer u hombre tradicionales, en dependencia. Pero nunca se sabe.

Avanza unos cinco metros y se detiene. Continúa con el celular. Me mira otra vez y me llama con la cabeza. Muevo la mía y le digo que venga él. Mete de nuevo la cabeza en el celular y a los pocos segundos regresa a donde estoy. Balbucea algo que no entiendo.


─¿Que qué haces? ‒me pregunta. Típico abordaje de un bugarrón, en su forma más cortés. Un bugarrón de traje y corbata. ¿Qué probabilidad hay de estar en un lugar como este un 14 de febrero a esta hora y toparte con uno? Le respondo que estoy esperando a una amiga, para trabajar.

─¿En qué?

─Ahí ‒le señalo el bar‒, hoy empiezo.

─¿Y cuándo se te puede ver? ‒hace una breve pausa y sonríe descaradamente‒ Eres muy linda.

─No sé –sonrío también.


Cruzamos unas pocas palabras más. Me dice que se llama R, que se tiene que ir, que es una lástima que yo tenga que trabajar pues le habría gustado me fuera con él. No recuerdo si algo más importante.

Me pregunta si podemos intercambiar número y accedo. Me fijo en una alianza de matrimonio en un dedo. Alcanzo a ver también la foto de un niño en la pantalla de su celular, un niño como de 11 años. Debe ser su hijo. Hombre casado. Hombre llevando una doble vida. O no. Hombre, al fin y al cabo. Yo soy otra cosa. Yo la rompehogares, la robamaridos, la otra. “Mel no te metas en ese canal”, me regreso a tierra yo misma.


─Después me cuentas qué tal el bar ‒me dice‒. Nunca he venido, pero me han hablado de él.


Se despide alertándome de sus deseos de besarme, porque “esa bemba tan rica que tienes… ¿No te lo han dicho?”. Finalmente, para un carro y se va. Miro el reloj. Son las 12:00 am. Kiriam me llama para avisarme, ahora es que saldrá de su casa. ¿Comiste?, se cerciora, y le respondo que no. “Te llevo un sándwich”. Me pregunta si le echa tomate y mantequilla. Le digo que le eche de todo.

Si llego a saber que demoraba tanto, hubiese salido más tarde de casa. Tengo más frío, más hambre, estoy cansada de esperar.


─¿Mel? ‒me giro en dirección a la voz que me nombra y veo a Yeilis. Una chica trans que entrevisté, hace como tres años, por discriminación laboral en el sector estatal. Ahora trabaja en Swing Habana‒ ¿Qué haces ahí?


Le digo que estoy esperando a Kiriam y le cuento que voy a trabajar con ella.


─¿Y tú viniste así, sin abrigo, con el frío que hay más el aire del bar? Tú estás loca, te vas a partir. Vamos, anda.


A los de Seguridad les dice que soy la nueva asistente de Kiriam y entramos. Subimos hasta el tercer piso, donde está el bar. La atmósfera dentro me sobrecoge: música altísima, muchas luces giratorias, mucho jaleo, muchas miradas y el aire, en efecto, me va a partir un pulmón. Yeilis me pasa al camerino. Kiriam llega, casi una hora después de la acordada. Nos abrazamos y me presenta a uno por uno allí: al capitán, al DJ, a las bailarinas, a los de cocina, a los de seguridad. “Esta es mi hija y no quiero mariconá. Ella va a trabajar conmigo a partir de ahora”. Saca el sándwich y me lo da. Empiezo a comer.


─¡Cómo cojones tú vas a estar sin trabajar, sola, llorando! ‒me dice mientras se arregla frente al espejo. Y en ese momento siento que la quiero tanto…


Luego me explica con más detalles lo que tengo que hacer: ayudarla a vestirse, acomodarle la maleta con sus vestidos y accesorios, decirle al DJ cuáles canciones interpretará, estar atenta al dinero que le ponen en las tetas durante el show y que se cae al suelo. Presiento que esto será a partir de ahora la “vida trans” que, dicen algunos, necesito, como quien dice “te falta calle”. La gente me prefiere ver en las zonas que siempre han destinado para las mujeres como yo. El lugar que nos corresponde. Ahí, puedo ser reina. Fuera de ahí, nada.

Me emociono viendo a Kiriam interpretar esas canciones que siempre han acompañado a los artistas del transformismo. El desgarramiento, la lloradera, el tragiquismo por el que los heterosexuales siempre quieren pagar. Estoy emocionada, sí. Quién me iba a decir, en octavo grado, cuando era una pichona trans y me identifiqué con su personaje de Babi en el filme Los dioses rotos, que la conocería en persona, que sería su amiga, su hija, su asistente.

Son más de la una de la madrugada y siento una terrible aflicción en el pecho. Deben ser las luces, las voces, el trago este que me ha puesto melancólica. Con estas canciones revienta-venas, quién no. Con esta soledad, quién no. Con tantas parejitas y tanta zalamería cerca, quién no. Por hache o por be, siempre llego sola a los días de los enamorados. Puedo tener novio o amante durante todo el año que para esta fecha algo ocurre. Un malentendido, un ataque de celos o de culo, un abandono inesperado.

Me resulta imposible no dejarme llevar por la compulsión festivo-romántica en días así. No quiero pasarlo con mis amigas siempre. No quiero premios de consolación. No quiero comprarme flores. Aun así, me meto en la canción y desde mi esquina en el bar, pegada a la cabina del DJ, a voz en grito, como toda una mujer despechada, coreo con Kiriam de dientes para afuera:

Te dejo ahora,
por favor, no me implores,
porque esta hembra no llora.

Pero mentira. A veces quiero llorar. No por estar sola, sino por sentirme sola.

Amigas, no me quiero dar cuenta, digo siempre a modo de broma, pero es cierto. Me importan una mierda sus ideas adelantadas sobre la liberación de la mujer y que ahora pretenden exigirle a las demás: “no eres débil”, “no dejes que te traten como una flor”, “que no te regalen flores”, “no llores, factura”, “empodérate, hermana”, “no seas una dependiente emocional”. La colonialidad del sentir o esos mandatos de domesticación y anulación de emociones, sentimientos, necesidades afectivas y traumas del rechazo, provocados por un patrón de deseabilidad sexo-romántica que prioriza unos cuerpos y descarta otros.

Por si fuera poco, no me interesa abandonar las ideas de belleza solo porque ahora las que han sido siempre las bonitas, estén decididas a que hay que renunciar a ella. Ahora me toca a mí y a las que son como yo. Que esperen.

Acaba el show, Kiriam me paga y nos vamos. Tengo unos pesitos para la corriente, el motor, un vestido que debo a una vecina y para comprar algo de tomate, con un poco de suerte y de regateo, a un vendedor que siempre se mete conmigo.

La vida me sabe un poquito mejor, ya tengo agua en mi apartamento y no me acuerdo de R hasta dos días después, que me llama para vernos. Me invita a su casa. No me explica por qué, pero me dice que debe ser antes de las siete de la noche. Hago lo acordado: cuando llego a la dirección que me da, le aviso. Habíamos quedado en que me iría a buscar. Me dice que le dé cinco minutos. Cuando pasan dos, me llama para indicarme que entre por la calle en que estoy y siga hasta un edificio “doce planta”. Cuando voy a mitad de cuadra me envía un SMS: “Coge el elevador hasta el piso 11”; y cuando estoy a punto de llegar al edificio, otro: “Cuando salgas del elevador coges el pasillo a tu izquierda, apartamento tal. No vayas a preguntarle a nadie”. Ya conozco estas maniobras de los hombres casados. Nada de esto me asombra ni me asusta.

Abajo, en la entrada del edificio, hay unos muchachos jugando pelota y unas señoras hablando en un banco. Entro y hago como indican los mensajes. Cuando llego a su apartamento, R está en la puerta, sin camisa, con rostro de preocupación. “Entra rápido”, me dice. La sala está en penumbras. Alcanzo a ver fotos de él con su mujer, y cierta organización.


─Tiene que ser rápido, mi mujer sale a las seis del trabajo.


Me lleva al cuarto, me acorrala en una esquina, me agarra un pezón y mete una mano por debajo del vestido hacia mi entrepierna. Enseguida la saca.


─Me engañaste ‒me dice con una sonrisita atemorizante, y repite‒ Me engañaste.


Me quedo helada. Su sonrisa me inquieta. No sé si es broma o si de verdad no sabe que soy trans. Siempre asumo que la gente lo sabe.


─¿Cómo que te engañé? ‒Mi perplejidad no es fingida. Estoy tan cansada de “los confundidos”. A esas alturas, con tantas restricciones y con tanta torpeza, no me importa ocultar mi molestia.


De inmediato me dice que en realidad no lo engañé, se disculpa y parece dispuesto a continuar. Patético. Me quita el vestido, se aparta y me mira desnuda desde otro extremo del cuarto. Comienza a masturbarse. Lo siguiente es un sexo desastroso, evitable. R se viene antes de que yo pueda, siquiera, empezar a sentirme cómoda con su pinga inmensa dentro de mí. Al acabar, entro al baño y me pide que me apure, que ya su mujer debe haber salido del trabajo. Un fastidio total.

Antes de irme me dice: “Espera, déjame darte algo, ¿no?”, y regresa con un billete de 500 pesos. Aquello me descoloca. Por mi cara de estupefacción debe pensar que no estoy conforme, pues me dice de nuevo que espere y vuelve con 500 pesos más.

Ahora todo cobra más sentido: me ha tratado como a una puta. Guardo el dinero en mi cartera y me voy. Bajo por el elevador, todavía atónita. Cuando estoy saliendo del edificio me llama para preguntarme “¿todo bien?” y para pedirme que por favor borre su contacto.


─Eres muy linda y me gustas, pero primera y última vez.


Me dan ganas de mandarlo a la mierda y decirle que sí, que todo de lo más bien, y que no tengo interés en repetir. No se puede ser tan cheo en esta vida.

No quiero regresar a mi casa. Decido encontrarme con unas amigas. Busco un taxi. No sé exactamente cuál es la razón, pero me dan deseos de llorar. ¿Acaso soy una puta? ¿es lo que he sido? ¿Qué problema habría con eso? Una que ha bromeado tanto con serlo… Una que se cree tan desprejuiciada… ¿Qué es lo que hace que me sienta mal, miserable, sucia? ¿Haber cobrado por lo que hacen de gratis muchísimas mujeres sujetas a otras violencias y a otras obligaciones como atender un hogar, un marido, hijos? ¿pensar que he vendido mi dignidad, mi cuerpo? ¿qué venden las demás? ¿cuánto de su salud mental y física, sus años, su inteligencia en puestos de trabajo que les reportan una miseria?

Con los días le cuento a una amiga y me confiesa que le ocurrió parecido. Quedó con un tipo y al acabar le pagó. Solo que ella, al decir de esta sociedad, es una mujer “viviéndola”, gozando plenamente de su sexualidad. En mi caso, mujer trans, es una deshonra, lujuria y relajo. No obstante, me siento más aliviada, y al mismo tiempo no quiero sentirme así. No quiero sentir que soy menos puta ni marcar una línea de dignidad entre las putas de verdad y yo. Soy, ahora mismo, una contradicción.

Tal y como he aprendido, cuando dicen algo como “primera y última vez”, ni ha sido la primera ni será la última. Cinco días después me despierta una llamada de R por teléfono, como a la una de la madrugada. Se escucha medio borracho y hay una música de fondo. Quiere que nos veamos a esa hora, él me paga el taxi. Le digo que no. Ni loca. Me pide disculpas por haber sido tan patán hace unos días y me pregunta qué puede hacer. “Dejarme dormir”, le respondo y le prometo que otro día hablamos.

A la semana y unos días me insiste: “Déjame hacerlo mejor esta vez”, y soy tan comemierda que quiero darle la oportunidad. O tal vez tan interesada. Mil pesos más por veinte o veinticinco minutos de mi tiempo, no me vendrían mal.

Los protocolos de seguridad no han cambiado: no hablar con nadie, subir hasta el piso 11, disimular si hay alguien en el pasillo, nadie me puede ver entrar o acercarme a su apartamento. Esta vez me recibe con una cerveza y con salsa de Puerto Rico. Lo veo más desinhibido, yo también lo estoy. Hablamos un poco más, sobre todo de su niño. No da muchos detalles de manera general, pero se me hace un poco más simpático. Nos empezamos a besar y tocar. Pasamos al cuarto. Apenas se la empiezo a mamar, bajo un poco más por su pirineo, descubro lo que quiere. Todos lo quieren. Se muestra interesado en que mi lengua baje hasta la entrada del culo. Al menos no me aparta ni ofrece resistencia. Me mira tan complacido que siento como si me lo estuvieran haciendo a mí misma. Y sigo. Le introduzco poco a poco mi dedo índice. Él da las órdenes: así, así, hasta ahí, ahí, así, no, me duele. Jadea, se muerde los labios, me dice que le gustaría verme singando con su mujer.

Al poco rato, me voltea, se pone el condón, y ya, ni él ni yo queremos demorarlo más: me la mete. No me puedo quejar. Mejor que la otra vez definitivamente. Me pregunta, en medio de jadeos, si me gusta. “¿No se nota?”, le respondo como puedo.


─¡Cómo te pareces a la mujer mía! ‒dice con los dientes apretados y sonríe como si le tuviera mucho amor. Como si la estuviera viendo. Me da más duro y nos venimos casi a la vez, yo jadeando alto, él como un camión viejo soltando estertores.


Nos recuperamos unos minutos en la cama mirando al techo. Al rato me acaricia un muslo y me dice que esta sí es la última vez. Pongo los ojos en blanco. No puede ser.


─Mi mujer viene de viaje en estos días ‒detalla.


Me levanto y busco mi ropa. Él va hasta la cocina a traerme agua y regresa con un vaso y tres billetes de 500 pesos. Los guardo, me bebo el agua y me visto. Antes de irme, me agarra del brazo y me da las gracias. Ya en la entrada del edificio borro finalmente su contacto y pienso: “Primer y único cliente”. Meto la mano en mi cartera. Ahí están los tres billetes de 500. No sé qué pensar. “Primera y última vez”, me digo y apresuro el paso. Esta noche tengo más pincha, con Kiriam en Swing Habana. Por suerte, en mi edificio han arreglado el motor. Solo espero que hayan puesto el agua.

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Mel Herrera

Una Mel Herrera cualquiera.