El 8M pasó y, como cada año, de pronto, las fotos de perfil de marcas, emprendimientos, MIPYMES e influencers, se tornaron violetas así sin más, porque sí, porque es 8M y porque el feminismo parece estar de moda. La “marea violeta” es trending topic. Está constantemente en boca de instagramers, influencers y creadoras de contenido.
Las mujeres cubanas “empoderadas” que se hacen eco de este feminismo “pop”, es decir, aquellas artistas e influencers que se llaman abiertamente feministas y usan este discurso como parte de la construcción o reinvento de su marca personal, enarbolan megáfonos teñidos de “sororidad” y consignas de “amor propio”, “body positive” y, con el típico lenguaje de liberación de las mujeres, con el cual la mayoría, blancas y con abundantes recursos, determinan qué necesitan –y en qué medida– el resto de las mujeres, sin tener en cuenta otros vectores de opresión allende al género, sin preguntarles siquiera si es lo que necesitan y silenciando, por tanto, sus voces y sus propias acciones emancipatorias.
La igualdad de género aparece entre estas consignas y más que apropiación, es el deseo de estas mujeres que aspiran a igualar su estatus al de los hombres de su mismo estado social, en vez de dinamitar la estructura que permite tales brechas. El fenómeno es viejo: cuando el feminismo tradicional habla de liberación e igualdad de la mujer, en realidad se refiere a la liberación e igualdad de las mujeres blancas, de clase media, universitarias.
Esto es decepcionante, pero también predecible. Las marcas, el arte, les influencers, etc., fagocitan y mercantilizan cualquier entidad cultural que esté de moda. La clave del problema está ahí: solo apuestan al feminismo por “postureo” y para monetizar, fieles discípulas de la doctrina del feminismo blanco liberal al fin y al cabo. No por gusto, desde la década del 90 del pasado siglo, activistas feministas afro y latinoamericanas han alertado sobre el proceso de mercantilización e institucionalización del movimiento dada la proliferación de organizaciones no gubernamentales y la cooptación neoliberal del feminismo.
El feminismo surgió como movimiento socio-político para acabar con la opresión de la mujer, la opresión sexista. Sin embargo, no podemos concebir “mujer” como concepto único y cerrado. Tampoco como una única experiencia y un hecho universal. Mucho menos permitir que blanca, occidental, heterosexual, cisgénero y burguesa/aburguesada sea la representación de la realidad de todas las mujeres. Ese ha sido el gran problema desde el origen de este movimiento: supeditar los intereses y preocupaciones de unas mujeres a los de aquellas en una posición social más alta sobre la base de una supuesta “opresión común”, para luego cumplir el papel de salvadoras de aquellas que, consideran, se han quedado más atrasadas en el camino de la liberación.
La solución no es ignorar las experiencias generadas por las diferencias de raza, clase, creencias religiosas, políticas, discapacidad, identidad y/o sexualidad, sino aceptarlas como parte integrada de las respectivas mujeres, en tanto dichas diferencias afectan la experiencia de mujer de manera particular. Por ello deben considerarse de forma conjunta y no como categorías separadas. Ya nos lo dijo la feminista negra lesbiana Audre Lorde: “No son nuestras diferencias las que nos dividen, es nuestra incapacidad de reconocer, aceptar y celebrar esas diferencias”.
La también afrofeminista bell hooks advertía que, aunque
es evidente que muchas mujeres sufren la tiranía sexista, no hay muchas señales de que eso forje un «vínculo común entre todas las mujeres». Hay, en cambio, muchas pruebas que respaldan la realidad de que la identidad de raza y de clase crea diferencias en la calidad de vida, en el estatus social y el estilo de vida que se anteponen a las experiencias comunes compartidas de las mujeres: se trata de diferencias que pocas veces se trascienden.¹
Feminismo no es un concepto difuso sobre la “igualdad” y el “empoderamiento”. Es, en principio, una filosofía interseccional cuyo horizonte de realización es la justicia para todos los géneros. Al menos así debería ser. No es fácil permitirse estos debates cuando el movimiento atraviesa por una profunda crisis del sujeto político, un agotamiento de la praxis y una histórica reticencia a hacer central las preocupaciones de las mujeres más precarizadas y olvidadas. Es lógica una nueva lectura, un nuevo tiempo del feminismo, donde se reflexione y problematice aquello que se conquistó. El desafío es poder retomar lo que fue una nueva verdad y fuente de certeza, como una dialéctica no absoluta capaz de mostrar madurez en el debate feminista.
Que un concepto se vuelva tan masivo, popular, y que en sus diversos usos y sentidos sea utilizado de forma oportunista, es inevitable, tal como ocurre con la noción de “sororidad”. Vemos repetir una y otra vez que el descubrimiento de la opresión machista llega de la mano de dos conceptos que articulan esta politización primaria y repetitiva: patriarcado como problema, sororidad como respuesta.
Como una llamada a la hermandad, a la unión emocional entre mujeres, aparece la “sororidad”; término que ha sido capturado por las que llamo el club “Amiguitas del violeta”, quienes lo despolitizan y lo usan irresponsablemente sin conocer su origen, sus tensiones y usos históricos. A conveniencia, descartan insertarlo en análisis más amplios, estructurales, puesto que ya no tendrían chantaje emocional o arma para continuar escalando en su feminismo de techo de cristal. Quién le debe sororidad a quién, es algo que nunca ha quedado muy claro. Pareciera que este término cada día se torna más turbio.
La exigencia de sororidad es comprensible e incluso necesaria en un mundo patriarcal donde hemos sido excluidas, discriminadas, violentadas sistemáticamente a causa de la violencia machista. Sin embargo, cada vez más a menudo, este argumento se utiliza para ocultar, obviar y justificar supuestas acciones feministas que en realidad van en contra de la ética de este movimiento, con argumentos simplistas que consideran a la mujer de manera monolítica. Esta forma de abordar la sororidad solapa acciones como las que, en el ámbito de la política, llevan a cabo mujeres que han alcanzado el poder. Más allá de demostrar su deseo por desmantelar las relaciones de poder, desiguales y jerárquicas, las refuerzan.
Nada de esto es nuevo. Ya en el siglo pasado feministas negras y latinoamericanas también lo denunciaron: “El énfasis en la sororidad se entendía a menudo como un llamamiento emocional que enmascaraba el oportunismo de las mujeres blancas burguesas manipuladoras. Se veía como una tapadera que escondía el hecho de que muchas mujeres explotaban y oprimían a otras mujeres”.²
“Sororidad”, no obstante, se define como una relación de hermandad y solidaridad entre las mujeres para crear redes de apoyo, un pacto que implica apoyarse mutuamente ante la violencia estructural cotidiana. La recuperación de la idea de “sororidad” por el movimiento feminista más reciente busca referenciarse conceptualmente en los feminismos comunitarios latinoamericanos –sí, de LATAM, dejemos de mirar para Europa– y en la redefinición del término realizada por la antropóloga Marcela Lagarde, devenida feminista transexcluyente. Lagarde la definió como contribución colectiva “con acciones específicas a la eliminación social de todas las formas de opresión y al apoyo mutuo para lograr el poderío genérico de todas y al empoderamiento vital de cada mujer”.³ Irónica esta definición que diera hace algunos años cuando hoy asume posturas transexcluyentes pero, a fin de cuentas, es ejemplo vivo de la instrumentalización y los límites de la sororidad.
El término surgió como postura ético-política que, ante todo, amerita debates estratégicos. Porque no, no somos una hermandad, somos sujetas con agencia que establecemos alianzas, tenemos discrepancias y elegimos en qué nos involucramos y en qué no. “Sororidad” de ninguna manera significa la base de un manual de buena conducta. No es caernos bien todas porque sí. Entre mujeres podemos disentir, odiarnos, fallarnos. Tampoco implica ser condescendientes, reprimir afectos o pensamientos genuinos para cumplir con lo “políticamente correcto”. Ni ha de entenderse como un salvoconducto para no ser cuestionadas. Ninguna mujer le debe a otra sororidad per se, o sea, solo por el hecho de ser mujer. No debe ser utilizada como hace algunas décadas para callar los reclamos de las mujeres negras y pobres al interior del feminismo, ni sus críticas al feminismo por racista, clasista y, hoy día, transodiante también.
Yo apuesto por un feminismo contra todos los sistemas opresivos. No apruebo la sororidad como justificación de acciones que obvien la complejidad de las relaciones de poder y las acciones dañinas hacia mujeres y hombres. Ser feminista para mí también es cuestionar esa sororidad ciega y de argumentos simplistas, por replicar valores androcéntricos dicotómicos, binarios, esencialistas, racistas, clasistas y colonialistas.
Como mismo hacen con la sororidad, ahora nos venden a las “nuevas masculinidades” como la esperanza para lograr un mundo igualitario en el cual los hombres no nos vean como amenaza, y donde comprendamos que el universo está creado para que masculinidades y feminidades podamos coexistir sin los estragos de la actual dominación. Con “nuevas masculinidades” se refieren a hombres capaces de comprender las consecuencias más severas y las menos visibles del sistema patriarcal y machista, díganse los feminicidios, las discriminaciones y las diversas formas de violencia contra las mujeres. Asumen un punto de vista igualitario, pues no perciben a las mujeres como propiedad, enemigas o amenazas, sino que toman roles de complicidad o alianza que brindan esperanza para las que creemos que es posible un mundo sin relaciones de dominación patriarcal; además se permiten cultivar la sensibilidad, expresar sentimientos y traspasar los límites de la masculinidad tradicional.
Es un acto de gran confianza que los hombres inicien un proceso personal de reformas estructurales en sí mismos, en las formas y a todos los niveles. Mi experiencia de mujer cis-heterosexual, feminista y casada, me dice que son horas nalgas explicando para lograr al menos un mínimo de comprensión y entendimiento. No me opongo a ello, me ocupo y preocupo por desmantelar las relaciones de poder al interior de la pareja al tiempo que yo también me deconstruyo. Y esto, amigas, es un proceso agotador y no la tarea fácil que nos quieren vender.
Es muy audaz proponer “deconstruir la idea de masculinidad establecida históricamente”,⁴ mediante una fotografía de un hombre que te encontraste por la calle y le pusiste una flor en la oreja. Aunque hablemos de nuevas masculinidades a través de la difusión de referentes frescos, lo cual siempre es un avance, resulta necesario e imprescindible analizar qué ocurre con el modelo tradicional, también entendido como hegemónico.
Son muchos años, décadas, siglos de afianzamiento de este patrón de pensamiento y comportamiento. Sabemos que hay leyes no escritas que nos guían sobre cómo actuar en cada situación. Lo vemos a diario ante alguna actitud machista: un hombre busca el apoyo y la complicidad de otro, para sentirse legitimado en su postura. El pacto entre hombres va mucho más allá de este ejemplo y permite imaginar por qué ocurren y se perpetúan muchas conductas que van dirigidas a la mirada aprobatoria de un grupo de referencia. Sin embargo, es necesario detenernos en las pérdidas silenciosas de las masculinidades todas: momentos vitales, situaciones que podían haber vivido si se lo permitieran. Compartir abrazos, expresar cariño, buscar una mano cuando sientan que la necesiten, permitirse a veces caer, para después salir a flote con valiosas lecciones aprendidas.
A los hombres les falta tomar conciencia ante un sistema que les perjudica también. Deben ser conscientes de sus privilegios, elaborar sus propias reflexiones y cuestionamientos e interesarse por desentrañar aquello que la sociedad ha hecho de ellos. Como podemos ver, para eso se necesita mucho más que colgarse una flor en la oreja.
En 2018 la Secretaría de la Mujer de la Presidencia de la República de Paraguay lanzó la Campaña “Iguales en todo” que incluía un comercial llamado: “Violencia: Recibí flores hoy” donde las mujeres expresaban ser víctimas de violencia de género y luego recibir flores de su agresor como muestra de “arrepentimiento”. Como dicharacho popular decimos: “Primero viene el golpe y luego una flor y una caricia”. Sí, muchos hombres pueden ponerse la flor y, aun así, seguir siendo violentos.
Plantearse cómo se conforma la masculinidad implica no asumir que lo masculino es una condición inherente a los varones, sino una construcción cultural cuyo significado varía según el contexto cultural, social, económico, político, sexual, religioso, etario, en el que se le sitúe. Lo mismo pasa con la sororidad, se hace necesario concebir a las mujeres como sujeto político estratégico, y no a partir de una pretendida identidad homogénea y universalmente compartida. Debemos más bien potenciar el compromiso político de enfrentar nuestras divisiones y contradicciones, y colaborar colectivamente para erradicarla, poniendo al centro las contribuciones, reclamos y necesidades de las mujeres subalternizadas por el patriarcado racista y también por el feminismo más hegemónico. Quizá por aquí vaya el tipo de sororidad que necesitamos construir: un compromiso entre feministas que no se limite a lo emocional y a deconstruir las relaciones sexo-románticas, sino que abracen luchas en defensa de los derechos humanos, de la clase trabajadora y de los sectores más oprimidos.
Referencias:
- ¹ hooks, bell. (2020). Teoría feminista: de los márgenes al centro. Disponible aquí .
- ² Ibídem.
- ³ Lagarde, M. (s.f.). Pacto entre mujeres. Sororidad. Obtenido de Asociación de Administradores Gubernamentales, Aportes, Disponible aquí .
- ⁴ Canal Caribe. (3 de abril de 2023). Exposición “Masculinidades”, de la fotógrafa cubana Monik Molinet. CubaInformación. Disponible aquí .