Descolonizar mis crespos

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Ilustración por Laura Guibert

Sobre la mesa pone un peine de dientes muy juntos y solo imagino mis hebras finas, resecas y sensibles, pasando entre los plásticos tan unidos, teniendo una guerra no solo con el objeto, sino entre ellas mismas. Una crema de peinar que suele echarme siempre, sin notar los cambios en mi cabello y aunque protagonice la etiqueta una muchacha blanca de cabellera lacia. Ahora te entiendo mamá. Por aquellos años, la fantasía de que un producto se dedicara a nuestra melena ni siquiera rozaba tus pensamientos, tampoco a la realidad.

Mami coloca una silla pequeña pegada a la butaca más grande. Salgo corriendo y, como niña al fin, los arbustos del patio me sirven, aunque sea por unos minutos, de escondite para escapar del sufrimiento que es peinarme, someter mi pelo intentando recogerlo y ocultarlo; porque suelto: “estoy despeinada”, “desaliñada”, “me veo fea”, “no luzco”.

Muchas ligas en colores, las más opresoras que he visto invadir mis rizos. Los sujetan y atan como las cadenas que oprimían a mis antepasados, halando la raíz, mi piel, intentando esconder mis crespos, intentando domar la grandeza de mi volumen, porque cada cabello ensortijado es “un enredo en mi pelo”, “un enredo en mis pasas”.

Una niñez lo suficientemente alimentada de odio como para salir corriendo, años más tarde, en busca de la cabellera “tipo uno”: el desriz que me hacía sellar entre labios el ardor en mi cabeza; la queratina y el vapor quemante de la plancha; la cirugía capilar; y los comentarios sociales si alguno de mis rizos ya anunciaba su presencia entre las hebras estiradas: “ya tienes que hacerte ‘algo’ en esa cabeza”, “Te toca arreglarte el pelo, ¿no?”, “Tienes ese pelo...” ‒el tono de suspenso tiene varias opciones‒: “…en candela”, “…que da grima”. Porque la ignorancia asume que debo estar pensando en ir a lacear mi cabello si los crespos asoman.

Imagen tomada de la sección “¿Sabes de dónde viene?” de Melisa Cores Padrón con diseño de Laura Vargas.

Esta joven víctima de la colonialidad, que cada día se encuentra, se pierde y vuelve a encontrarse ‒así en ese bucle repetitivo‒, en una de esas tantas veces en las que sintió no pertenecer a nada, ni a nadie, sino a ella misma, dejó de colonizar su cabello. Empecé a descolonizar mi mente. Y lo dejé fluir, lo dejé nacer. Mis rizos, mis pasas, mis rolos, mis crespos, mi afro; como quieras llamarle, lo dejé ser, lo dejé libre, para liberarme también.

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Diala Duarte

(Julio, 2001) Eterna lectora e intento de escritora. Comunicadora Social, apasionada del tejido y de cualquier rizo que quiera hacerse notar.