Me dijo que me sentara en la silla que estaba en la esquina, justo donde la luz solo le da color a mis pies. Me dijo que le contara qué significaba, desde mi percepción del mundo, el cuerpo. Me dijo que lo filmaría con una cámara Cannon y que el video tendría una altísima calidad. Yo le dije que le contaría…
Cuando tenía cuatro años jugaba con la hija de mi vecina. Las casitas azules siempre han sido mis preferidas, así que esa sería en la que viviría siempre, al menos en este juego. La hija de mi vecina viviría en la rosada. La vecina me visitaba, y tomábamos té, y nos quedábamos con sed, y buscábamos agua, y se le mojaba el vestido, y yo se lo quitaba, y se lo tendía en el patio de mi casita azul, y le contaba los lunares, y yo también me mojaba y ella contaba los míos. Luego no la vi más, mi vecina se mudó, eran demasiados los lunares por contar.
De pequeño, mi padre me llevaba al zoológico. Era siempre domingo. Entrábamos por el camino que conducía a la jaula de los monos. Ahí estaban ellos, con sus culos rosados, exhibiéndose, comiendo la comida de la gente, tirando del pelo a quien osara acercarse. Pero los monos nunca me interesaron demasiado, aunque siempre entrábamos por ahí. Hacíamos el recorrido completo: los cocodrilos tomando el sol, el charco de los flamencos, los felinos (majestuosos aún, a pesar de las rejas), los reptiles, las aves. A algunos no los podía mirar a los ojos. Los tenían demasiado tristes y yo me echaba a llorar. Pero tampoco es eso lo que quiero relatar ahora.
Lo que intento decir es que, detrás de todas esas jaulas, había un campo de tiro, pero no como esos que salen en las películas. El área del fondo del zoológico estaba hecha de placas de zinc sin pintar; los blancos eran latas de leche condensada que apenas se movían cuando algún niño disparaba contra ellas. Mi padre quería que aprendiera a valerme por mí mismo, por eso me llevaba los domingos a tirar a las latas de leche condensada, a ver si ganaba algo. Un premio pequeñito. Mi padre nunca me exigió demasiado. Entonces yo tomaba la escopeta de perles como él me indicaba, y miraba por el agujero, y apuntaba a las latas que quería matar.
De adulto, registrando las gavetas, me encuentro fotos de muchachas que he conocido a lo largo de mi vida. Me da por disponerlas una al lado de la otra, para no perder la costumbre de aquellos domingos, en el área de tiro, en el zoológico de mi infancia. Entonces elijo una para dispararle. Hoy mi padre no está para indicarme. Tampoco para alegrarse por mi premio.
Yo tenía un rompecabezas. Al unir las piezas, formaban la imagen de niños y niñas que, desnudos, explicaban los nombres de las partes del cuerpo. Armé el rompecabezas más de diez veces y daba el mismo resultado. Los algoritmos me aburren, así que corté partes de esas piezas. Los cuerpos no siempre son lo que parecen. Si hubieras visto a Griselda orinando parada. Las piezas las tengo guardadas en una gaveta, en caso de que quieras verlas.
En el contén donde me siento, los perros, las perras, se pegan.Tres perros para tres perras. Tres perras para dos perros. Tres perros para otros dos. Por la cabeza, por el hocico, por la boca. Se quedaron pegados, el jadeo no para. El contén, mis ojos. Yo quiero pegarme. Los miro, jadeo, pienso en una escopeta y en cómo disparar.
En la clase de Preparación para la Defensa, el profesor nos hacía figurarnos al enemigo, visualizarlo, enfrentarlo. Tendidos sobre la yerba amarillenta del polígono, enmascarados nuestros rostros con fango, apuntábamos al enemigo construido por el profesor, que era casi siempre un muñeco gris recortado en latón. A él dirigíamos los perles de nuestras armas. A su cabeza, dos puntos. A su torso, un punto. A sus piernas, un punto. A su corazón. Ni siquiera sabíamos si nuestro enemigo tenía corazón en el momento en que le disparábamos. Debía tenerlo. Aunque a juzgar por los datos que el profesor nos daba de él, quizás no lo tuviera. Si no lo matas tú, él te matará a ti. Eso nos decía el profesor. Si no lo capturas tú, él te capturará a ti. Y con miedo alimentaba nuestro coraje. Yo era de los más corajudos; es decir, de los más miedosos.
Calladamente, sabía a la yerba amarillenta del polígono mi verdadero sitio, el lugar que debía ocupar en el sistema de relaciones humanas. El fusil reposaba en mi brazo como un tigre al acecho. El dedo en el gatillo. Si yo no mataba al enemigo, el enemigo me mataría a mí. Y yo no quería eso. Demasiado joven para morir. A esta altura de mi vida, sentía que no había vivido lo suficiente, que lo mejor estaba por venir. Así que agudicé mi vista, calculé la distancia que me separaba de mi enemigo y a la vez me unía a él, y disparé. Directo al corazón, disparé. En el latón abrí un pequeño agujero por el que mi enemigo comenzó a sangrar. No se suponía que sangrara. No se suponía que un enemigo de latón, construido por el profesor para nuestras prácticas de tiro, tuviera corazón. Al menos, no uno que sangrara.
Después del incidente, no se quitó Preparación para la Defensa de los planes de estudio, pero se prohibió el uso del latón, o cualquier otro material análogo, para la construcción de enemigos. Después del incidente, todos los enemigos hubieron de ser imaginados. Tuve suerte, yo era bueno tirando.
Cuando dices tirar, ¿a qué te refieres?
Viste una sola vez como me levanté de la silla que está en la esquina. Viste una sola vez como apagué la cámara Cannon que filma en altísima calidad. Viste una sola vez como me bajé el pantalón y te mostré el agujero que tengo entre las piernas. Viste una sola vez como te disparé con mi agujero, directamente hacia tu boca. Te viste morir una sola vez.