Clasismo y blanqueamiento en Cuba. Apuntes en torno a la creación

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Ilustración por Jennifer Ancizar

En una de las últimas emisiones del gustado programa Vale la pena, el profesor Manuel Calviño, desde su silla de alcurnia doctoral, señalaba lo “inadecuado” que resultan algunos pregones, a su consideración “fuera de horario”, al tiempo que comentaba sobre el lugar y el momento para las cosas, partiendo de una visión fenomenológica estática y sustraída completamente del marco social que lo circunda. Diría el prestigioso psicólogo, apoyado en una cita del periodista Pedro de la Hoz, que, “los niños solo deberían tener acceso a las cosas que podrán entender”, así hilvanaba su idea de la asequibilidad a los espacios, sean físicos o de conocimiento, con lo supuestamente inadecuado de un pregón a ciertas horas de la noche o la mañana, bajo la concepción de que como mismo hay una “edad para las cosas”, existen momentos “apropiados” para pregonar.

Parece que el Dr. Calviño ignora lo desestructurado del circuito económico nacional y cómo los pregoneros, en su mayoría trabajadores informales, desclasados, dependientes de un pago en base a las ventas, tienen la imperiosa necesidad o la obligación laboral de vender la totalidad de sus productos en un marco de tiempo determinado para obtener el dividendo de ganancias que les corresponde, los cuales poco o nada contribuyen a su solvencia económica. Cabe suponer, al mismo tiempo, algún tipo de desconexión del mencionado académico con las lógicas comerciales, sociales y de vida que tienen lugar en la realidad cubana, donde muchos de estos pregoneros suplen carencias en las ofertas estatales, logrando, de cierto modo, una alternativa de consumo para la población. Imagino no sean secreto para el profesor el desabastecimiento y la escasez, condicionantes que obligan a una reestructuración de las lógicas de comercio en beneficio de una mayoría para las que el pregón de “el pan, el pan” a medianoche, por ejemplo, más allá de la interrupción del sueño, significa la garantía del desayuno para el día siguiente.

Al mismo tiempo, aludir a escenarios “adecuados” a la hora de ejercer una determinada labor, supone la garantía de que las personas que la llevan a cabo gozan de alguna alternativa que les permita modelar su margen de acción en la escena pública. Esto es cuando menos romántico, más cuando es harto conocida la precariedad económica y social en que se hallan los sectores de los cuales devienen la mayoría de quienes ejercen tareas de este tipo. Es muy fácil juzgar desde el privilegio académico, el prestigio y la solvencia a quienes viven con dudas sobre qué tendrán al otro día en el plato y se ven obligados a pregonar/trabajar sin ningún tipo de derechos o protección.

Este síntoma de desconexión, sea por condición de clase social ‒brecha cada vez más notable en Cuba‒ o mero oportunismo en el discurso, es una constante en muchos sectores academicistas que, en Cuba, son quienes modulan lógicas y espacios de legitimación y dictan lo formalmente entendido como pensamiento, cultura, arte y creación. El mismo postulado que Calviño, a través de la Hoz, aplica a los infantes, bajo la premisa de que en esas edades no se está listo para entender ‒como si cada arista del conocimiento no fuera adquirida de forma orgánica y natural, sin distinciones etarias‒, es aplicado, desde el clasismo moralista occidental, a las clases populares, sostenido en la retórica de la supuesta carencia de “nivel cultural” que no pasa sino como otra forma de manipulación/dominación del pensamiento, promovidos por lógicas de los sectores dominantes, dígase el euronorcentrismo blanco e ilustrado, y su colonialidad del saber.

Es clara la usurpación simbólica a la que están sometidos los sectores marginados dentro del orden estructural cubano –fenómeno tan antiguo como la colonización–, condición que los ubica en planos muy desatendidos por lentes de reconocimiento. Así, las manifestaciones identitarias, que determinan la cultura e idiosincrasia de estos grupos sociales, es tratada con lejanía y recelo, como mismo son descreídas sus expresiones artísticas y creativas al no responder a los cánones del dogma impuesto conceptualmente como arte.

A raíz del blanqueamiento de los principales circuitos, la racionalidad blanca euronorcéntrica ocupa un sitio concluyente en materia de creación, modelo que condiciona la asimilación o no dentro del marco institucional y/o parainstitucional de un sujeto artístico X. Es evidente que, mientras todo se rija a través de estas determinantes, padeceremos el hermetismo a la hora de entender los posicionamientos en torno a la creación, a las entidades artísticas y a los sujetos creativos, proceso que propicia estandarizaciones sobre lo que puede ser un objeto de valor estético o no.

Por esas líneas transitan las diferentes estructuras ya establecidas en el entramado cultural hegemónico cubano. Así penetran, mediante imposiciones de poder, en el imaginario de las clases populares y sus expresiones, con pie en la retórica de que son clases inferiores y, por transitividad, defienden líneas ideoestéticas inferiores. De tal forma, la verticalidad y la jerarquización que promueve el blanqueamiento resulta un cáncer que solo consigue uniformar en las concepciones creativas como objetivo final, desde códigos limitados y encerrados en fórmulas que decantan en la centralización de capitales, sean económicos, sociales, simbólicos o culturales. Lo anterior, muy notable en los últimos años, resultado de cambios socio-político-económicos del Estado, que han tenido consecuencias en el conjunto cultural.

La negativa hegemónica a reconocer el pluralismo impone la homogeneidad en los discursos, modelando narrativas herméticas y excluyentes, interesadas solo en las agendas de las clases dominantes y en la folklorización de todo producto que provenga de los sectores populares, los que están marcadamente racializados, empobrecidos y marginados. Queda claro cómo las pautas coloniales se enfocan, en primera instancia, en suprimir la esencia de los pueblos, el todo compacto que mejor los define: su cultura. En el caso cubano, las tantas injerencias y las usurpaciones simbólicas, construyeron un monstruo lleno de brechas y exclusiones, presto a ser manipulado mediante dictados de segregación.

En una estructura colonizada, además de vigilada desde lógicas totalitarias, como es la cubana, es común ser víctima y reproductor de toda una serie de preceptos enajenados del medio social activo. Apuntaría Aimé Cesaire, en su Discurso sobre el colonialismo, que “en un régimen político y social que suprime la autodeterminación de un pueblo, mata al mismo tiempo su potencia creadora”. Es claro cómo las imposiciones estilísticas y simbólicas que abundan en el entramado creativo cubano son reflejo de la propuesta de exquisitez por la que puja la élite academicista en su persecución del ideal euro/anglocentrado y sus intentos de “universalización”.

Vale destacar que la universalización del arte es nomás otro método de estandarizar, desde esas concepciones, los procederes creativos, situación aplicada de modo incuestionable en los programas académicos en centros de formación artística, donde se acoge al régimen europeo como la máxima expresión en su dinámica interactiva. Así, se descree el cómo determinadas líneas estéticas y discursivas, las que han sido históricamente invisibilizadas, forman parte del corpus que representa el concepto abarcador de universalidad, y no la simple variante de élite que marca su senda reduccionista y limitada.

Esta fórmula, devenida ideología de la dominación, cercena el discurrir sincero de la cultura popular. De este modo, se presenta la cultura a las clases subalternizadas como sustancia inmediata y ocasional, y no como un compendio estructural de saberes, experiencias y esencias tanto colectivas como individuales. Tales ordenanzas suponen, a término valorativo crítico, desde nuestra noción de cultura, una necesidad histórica, obligada a subvertir los mandamientos hegemónicos, latiendo en consonancia con la realidad factual y subjetiva que subyace en la esencia de nuestros pueblos.

Concretar un sujeto artístico de peso en el orden estético-discursivo, consustancial con la realidad circundante y con los presuntos receptores a los que vaya enfocada la obra, es el paradigma de creación que imponen estos tiempos y sus afanes descolonizadores. Apelar al No-diálogo solo abona la sectorialidad y al elitismo. La retórica autorreferencial significa seguir modelando el clasismo sistémico que nos inunda, al tiempo que constituye una brecha más de violencia simbólica para nuestra cultura. No es menos cierto que, en el contexto cubano, apelar a lo autorreferencial como salida narrativa, es en cierto grado consecuencia de la persecución a la que está sometida la creación desde el estatus represivo del poder político y sus instituciones. Pero es necesario tener claro cómo esa alternativa reproduce lógicas disonantes con nuestro medio de creación.

No es forzar el diálogo bilateral entre el sujeto creativo y los espectadores o el medio, sino desaprender la metodología de encriptación como modelo eficiente, como salida fácil al abordar temáticas desde un enfoque prejuiciado y vacuo. La academia, tanto como quienes la abrazan –y léase aquí “academia” como la estructura hegemónica, legitimada por la totalidad de circuitos de dominación existentes–, necesitan darse espacio al crecimiento y reconocimiento orgánico, práctica común dentro de la cultura popular y los grupos sociales marginados. Pero la historia ha demostrado que no les interesa entender, porque tienen círculos de legitimación y privilegios donde lo único importante es garantizar las prebendas que obtienen de su ventaja explotadora.

La creación propone diálogos, acercamientos en torno a un discurrir que sentencia y describe. Pero, al mismo tiempo, los formalismos aún representan el cauce principal perseguido en el entramado creativo cubano. Las pretensiones de nicho, enclaustradas en códigos y cuestiones llevadas a estratos que no se compenetran con el medio, impiden apreciar la creación como un mundo, de forma integrada y armónica, donde lo que no responda al canon ilustrado, subjetivado crípticamente, idealizado desde el lente hegemónico, y bien visto por instituciones y/o circuitos de alcurnia, no pasa de ser artesanía o creación vulgar, inferior. Comparto el criterio del investigador argentino Adolfo Colombres cuando argumenta, en el libro Teoría de la cultura y el arte popular. Una visión crítica, que “no solo el arte popular sufre esta desvalorización. Con el mismo criterio se llama supersticiones a las creencias del pueblo, fetichismo a su religión, brujería a su ciencia. Se palpa en esto la miseria de una ‘cultura’ que se usa para oprimir y rehúsa el desafío de la creación genuina, el acto humano por excelencia”.

En Cuba, la propaganda oficialista representa un cáncer que promulga dictámenes racistas, violentos con grupos subalternizados, y altamente clasistas, haciendo extensivos productos alejados de toda estética social y del entramado cognoscitivo que recogen las clases populares. Así, presentan la jerga como elemento deleznable, sinónimo de vulgaridad, fórmula repetida hacia expresiones como el reparto.

Apuntando ejemplos, recuerdo cómo, en cierta emisión del Noticiero Cultural, el periodista Yuris Nórido refirió como virtud que programas como la novela carezcan de lo que denominó “chabacanería populachera”. Asimismo, en la teleserie Calendario, jerarquizan y prejuician labores artísticas, el ejemplo está cuando en una de las emisiones de su segunda temporada, el personaje de la profesora argumentó que no se puede comer “una croqueta común y vulgar como si fuera caviar”, mientras realizaba una comparación entre obras literarias. Al mismo tiempo, narrativas de la teleserie estereotipan personajes en tanto cuestiones raciales, sexuales y de clase.

También es conocido cómo la mayoría de las instituciones y centros prestigiosos han absorbido la blanquitud ilustrada como línea unidireccional en los modos de entender la cultura y el arte; situación que invisibiliza las expresiones populares, representadas en estas instancias como objeto folklórico superable, arcaico para la “civilización” a la que se aspira.

En otro extremo hallamos a un gremio paraestatal y parainstitucional que, si bien resiste el embate represivo del poder político y sus presiones ideológicas, tanto como la represión en sus diferentes formas, trabaja los mismos códigos de exclusión ante cualquier dictado estético discursivo que consideren “inferior”. Así los vemos paseando con la nariz alta, con las vitrinas repletas de premios y de pesos las cuentas, ensimismados en una lucha contra la élite de poder cubana para concluir en quién domina los espacios de enunciación y la simbología creativa de la Isla. Aquí aplico la concepción gramsciana del intelectual y el artista “puro” como elaboradores de las más extendidas ideologías de las clases dominantes.

El arte como plaza de enunciación política no significa en este gremio un punto de insubordinación ante los márgenes opresivos, sino una variante más pop e integrada al esquema mundo y sus significantes de mercado. De este modo utilizan la censura y el acoso como espacios de legitimación en la esfera simbólica del arte cubano y como salvoconducto a la hora de integrarse en otras latitudes, en tanto se asumen como el non plus ultra de la creación nacional. De tal modo, son la representación más fiel de la contemporaneidad capitalista: capitalizada, deshumanizada, clasista e inundada en prejuicios.

Aquí me surge una pregunta: ¿en qué punto, las variables determinantes de una acción creativa, sentencian el aporte a un entramado cultural o son, simplemente, otra arista de opresión en un contexto subalternizado y precario? Solo la ruptura, la transgresión y el diálogo con el medio significan la savia, nutrientes y aportes necesarios para el futuro de nuestra sociedad. La capitalización asentada y funcional de este sector del arte corre por los mismos senderos que el oficialismo. Juegan a la represión con códigos aparentemente distintos pero que, en esencia, apuntan al coqueteo contemplativo del safari, donde, desde su silla ilustrada consiguen ser legítimos, reales y constantes para aquellos que desprecian. El arte es disenso, pero en este caso, disentir no significa ser la variante pija y edulcorada que se opone a un solo eslabón en la cadena de opresión. El arte es disenso; reproducir las lógicas blancas, euronorcéntricas y excluyentes: oportunismo.

Mientras la creación en Cuba continúe blanqueada y sectorial, seguiremos nuestra ruta cíclica, ahogados en un agua estancada. El clasismo es tan o más nocivo que la mentira, pero como ventaja, tiene patas largas y circuitos de legitimación.

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Raymar Aguado Hernández

(La Habana, 2000) Expionero, eterno estudiante, traficante de metáforas, pretencioso opinador. Conocido en algunos círculos como “El Subalterno de Cayo Hueso”.