Carta abierta a Pamela, a la puta, al hurón, y a Martha Luisa Hernández Cadenas

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Ilustración por Jennifer Ancizar

Pamela:

Terminé de leer un libro que parece escrito para ti. Habla de hechos que te sucedieron, junto a Mary. Comienza con una carta tuya para ella. Cuenta cosas que Mary nunca te dijo. Sucede en la semana “después de su muerte”, de la muerte de Fidel Castro. Es verdad que se equivocan mucho cuando piensan que “Cuba es Fidel Castro”. Pero quizás tú también has escuchado ironizar con desdén sobre las obras cubanas en las que aparece Fidel o se habla de la Revolución o se escribe “pornomiseria” cubana; y quizás piensas que ese tipo de comentarios solamente puede engendrarlos la distancia. No hay que estar fuera de Cuba para pensarlos y decirlos, solo hay que querer evadir por qué en Cuba se vive hoy tanto dolor, miedo y depresión. Sin embargo, sabes, la distancia ayuda al borramiento; otro paisaje a relativizar lo vivido y la experiencia que se va volviendo cada vez más ajena.

Hace poco tiempo vine a Europa. La primera semana vi el libro del que te hablo. Me alivió saber que estaba ahí. Como toda una yonqui me quedé tranquila sabiendo que mi dosis de atmósfera cubana la podía encontrar en librería si la necesitara. La segunda semana lo compré y me ha servido de eficaz escudo. Se llama La puta y el hurón (Caballo de Troya, 2023). Es cómodo, su portada es de una cartulina con una textura similar a un cuero fino y, cuando voy en el tren, en la guagua, o me siento en un parque a leerlo, me gusta ver, por encima del libro, cómo la gente se ruboriza con el título: ¿Cómo puede estar la palabra Puta en la portada de un libro tan bonito color crema claro? pero, sobre todo ¿qué tiene que ver una puta con un hurón? La gente también evade: la portada con una muñeca dorada, joven, siendo mirada por un hombre de otra época, con gafas y sombra, sugiere.

Marcar esa distancia, libro por medio, me ayuda. Por ahora, que no quiero que las cosas aquí me parezcan familiares y cotidianas ‒como cuando alguien muere y va pasando el dolor y una no quiere dejar de dolerse porque es parecido a olvidar y se fuerza el llanto y la nostalgia‒ me sumerjo en el libro y me salvo de ser “más anónima aún de lo que ya soy por ser una emigrante”, encontrándome en lo que cuenta y en el vaho gris de los espacios. Porque siento que te conozco, Pamela, y a Mary y a Mayuli y a Alberto, y a muchos hurones. Porque cuando levanto la vista del libro reconozco más claramente a los “pequeños abejorros solitarios que fueron espantados por la sociedad cubana” y a los de otras sociedades, y a los de esta porque, ya lo sabes, no importa el lugar “La sociedad es la gran espantadora”. Cuando leo sé que estuve con ustedes, que “para nosotras, el mundo duraba unos segundos, la realidad era orgásmica, las decisiones eran absolutamente inciertas y nada cambiaba, vivíamos revolcándonos en el chiquero, esperábamos lo peor, porque lo peor era lo único verdadero”.


Mary:

“Le escribes una carta a un amigo para limpiar el miedo de tu cuerpo” dices. Yo escribo estas cartas para intentar quitar el dolor pegado después de la lectura de tus días. Un dolor viscoso como el semen, la saliva vieja, el sudor en Cuba. Quiero desprenderme de la sensación del libro, y al mismo tiempo vuelvo a él, compulsiva, como si en él estuviera escrita mi historia.

Conozco perfectamente la sensación de “Limbo. Cautiverio. Limbo”. Las calles de La Habana pueden volverse una gelatina. Un vaho gris cubre todas las tardes y una no sabe, a veces, si es domingo, lunes o cómo llegó al martes. Un vaho del mismo color que el uniforme de tu madre en su lucha antivectorial, o del humo contra mosquitos o contra cualquier espacio privado ‒siempre he sospechado de las casas llenas de esa nube, tal vez no sean las mismas cuando el humo se vaya, tal vez desaparezcan junto a trozos de memoria‒. Cierro los ojos y las calles de La Habana se me aparecen de un color igual de espantoso que el uniforme de la policía y de sus unidades, algo que no es ni gris ni azul, ni brillante ni opaco, ni nuevo ni limpio y seguro huele como uno de esos olores descubiertos por tu hermana en las visitas a su novio al Servicio Militar. Ese color/olor tienen las páginas de tu relato.

Te leo y veo pasar delante de mí a mucha gente, a muchos que conozco Mary, que “caminan rotos, como yo”, como tú. En un espacio que no parece tener, realmente, existencia. Veo en sus ojos el mismo grito tuyo “Estoy agonizando como una perra sin futuro y sin ilusiones. No tengo nada”.

Quiero salir de tu relato y de su sucia sensación, al mismo tiempo que me aferro a él como a mi memoria. Estableces una relación estrecha entre lo pútrido como resto de lo vivido, como una marca identitaria tuya, de Mayuli y de Pamela. Reconocerse en lo abyecto los pone en una línea frágil que los acerca al límite de la no existencia. Ustedes, como un virus, parásitos sociales, habitan un espacio donde lo que funciona es “La zozobra de la muerte y el fallo”, “la muerte expandida, la muerte en todos los lugares”. “La muerte de mi país”. Reconocerse en ella, no negarla, les permite identificar la semilla de nacimiento que se desarrolla cuando no se tiene nada que perder. Esa no la conocen los hurones demasiado ocupados en hacerte sentir que “Eres el resto, la sobra de un pensamiento, el vacío de una falsa representación”, proyectando en los otros sus hurónicas frustraciones; ignorando que su continua expulsión nos hace más libres.

El brote de esa semilla puede ser más doloroso que habitar la Nada porque llama a la movilidad y, como tú, a veces una solamente quiere que el día, el sexo, la semana, el luto o la vida, que todo acabe pronto. Porque como tú, yo también “Quiero que la sequedad llegue a mi memoria y que mi memoria esté en blanco y que la sequía del luto también seque estas esperanzas”. Pero la Nada y el Vacío tienen el poder extraño de germinar, de hacer renacer; cuando se llega a un punto límite, no queda otra opción que “la ilusión de que este mísero movimiento hacia ninguna parte no sea real, que sea tan solo una transición”.

No he tenido domingos como los tuyos Mary. Pero he sentido a “los hurones deseando mi piel”; tampoco me olvido del “loco” que se tiraba pajas en la puerta de la escuela y que nos golpeaba el centro de la barriga si le pasabas por al lado; también es mi abuelo el único hombre por el que estado de luto, y recuerdo su abrazo de cadáver por ahí por las mismas fechas en que los hurones se ocupan de sus consignas y de cuidar que la muerte de la persona no signifique la muerte del símbolo, como si el mecanismo fuera así de simple, unidireccional. No he tenido días similares a tus domingos Mary, pero también “entre todas las posibilidades, escogí no explicarme este dolor que se ha enquistado en mi familia porque somos mujeres en un país de varones”.


Hurones:

¿Saben ustedes que son hurones? Que son “seres domesticados sin placer que viven hipócritamente, y por conveniencia soportan los mecanismos heteropatriarcales del poder”. Sí lo saben, y si no, es porque no quieren saber. Porque prefieren pensar que las cosas están bien así. Ustedes prefieren no pensar, “Gritarme cosas en el oído. Violarse a una muerta”. R, específicamente, sabemos que “tu idea de soberanía consiste en fingir que tienes el poder sobre una muerta” pero sabes que Mary o Cuba o quien sea que te imaginas que sea cuando la violas, no está muerta, está dormida.

Ustedes quieren silenciar todo lo que les estamos diciendo y solo hablar de muerte, pensar en la muerte, a secas, sin más posibilidad, sin grietas que los salven, morir, Patria o Muerte. Así flota un país entre dos posibilidades: “una obra de teatro censurada” o “una obra de teatro con el presupuesto de un colonizador”. Un país que no han sabido sacar de la dinámica colonial. Lo colonial, dice Mary, “es el desgaste de un país que siempre ha sido colonia de alguien, de un producto moral, de una ideología de turno, de la cierta repetición neocolonial que comenzó por el exterminio y que se sostiene por los hurones”. ¿Ustedes se dan cuenta de lo que significa “pertenecer a un lugar donde toda sensación de cambio parece colonial, colonial el amor y colonial el luto”?

No quieren notar lo que significa porque eso sería comenzar a ceder y entrever luz en sus dinámicas de negación y censura. Sería aceptar que ustedes también contienen lo abyecto y que también van a morir. Sería confirmar que ustedes tampoco tienen una herencia familiar más que vicios, el vaho gris y un montón de días para reafirmar todos sus lutos. Sería darnos la posibilidad de gritar en marcha unida que “Somos la comuna de los nada” y ahí comenzaríamos nosotras: Pamela, Mary, Mayuli, la memoria de Alberto, a expresarnos con libertad como la generación del “letargo”, “la perdedera”, el vaciamiento, que piensa como la vagina de Mary “que el amor existe, y que el amor es esto, ser una mujer fantasmagórica que se deja llevar por la inercia”.

Ustedes no quieren eso porque nos daría poder para pensar la identidad de otra forma, lejos de la academia y todas sus definiciones. Se deconstruirían nuevas “arqueologías del saber (…) que piensen lo cubano en el hambre, lo cubano en la entomología, lo cubano en la prostitución, lo cubano en la policía cubana, lo cubano en la historia de la rebelión de la generación del centenario, lo cubano en Lunes de Revolución, lo cubano en los actos de repudio”. Lo cubano como ese espacio donde poco está naciendo porque nadie quiere tener un hijo preso ni hurón.

Si se diera la posibilidad para esas grietas, La puta y el hurón sería guía para un manifiesto. El de una generación perdida, la de una niña sola y mil veces violada, cada domingo prostituida. Y aunque ustedes hayan dicho que las “putas no dominan la política porque lo más lejano a lo político es la prostitución”: Mary, Pamela ‒emigrada y trans‒, Mayuli, y la amiga del Pre ‒también violada por un hurón‒, la memoria de Alberto ‒el amigo suicidado por la violencia hacia su homosexualidad‒, “estaremos juntas y recapitularemos el país que nos pertenecía”.


Martha:

El momento de hacer una maleta es una apuesta con tu presente que pretende asegurar el futuro, pero no hay manera que sepas lo que vas a necesitar dos meses después. Entonces juegas a que sí, pero en realidad metes lo que te hable del pasado y lo que necesitas en ese momento presente para sentirte ¿segura? en la “despedida” y en las horas del viaje. Siempre hago mal mis maletas, por muy corto que sea el viaje. Demasiado impulsiva, sentimental, simbólica. Sin embargo, algo a veces sale bien. Una vez que abrí mi maleta, en el nuevo territorio, ahí estaba El palacio de las Ursulinas (Ediciones La Luz, 2021) a lado de la poesía de Juana Borrero y el Epistolario I, también de Juana, necesitando a La puta y el hurón. Esos cuatro libros establecen una relación circular pasado, presente, futuro en la que no me aventuraré ahora, pero atisbarla me parece hermoso.

Esta reflexión es un atrevimiento igual de grande como el de escribirle cartas a tus personajes. Qué atrevimiento, también, esta reseña que no explica nada, con tantos textos críticos , serios, y entrevistas profundas que se han hecho y te han hecho sobre el libro. En una de las entrevistas dices, en cuanto a la forma de la escritura de La puta…: “He sentido el pánico de narrar mi realidad con un disfraz, y en ese forcejeo, prefiero refugiarme en oasis en los que al menos no me traicione”. Pues yo he sentido el pánico de escribir con disfraz de hurón y traicionar a tu novela.

Por las hormigas, los palacios llenos de puntadas, encajes, hilos rojos, y por esta puta frente al poder hurón, gracias.


Ce.


Bibliografía:

Martha Luisa Hernández Cadenas (2023). La puta y el hurón, Caballo de Troya, Barcelona. ISBN: 978-84-17417-60-4.

  • prostitución
  • trabajo sexual
  • violación
  • novela cubana
  • literatura cubana contemporánea

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Cecilia Garcés Expósito

Lectora y tejedora. Edita y escribe. Ha publicado ensayos y reseñas en distintas plataformas y revistas. Graduada de la Licenciatura en Letras por la Universidad de La Habana observando representaciones de la realidad distópica.