Mi meñique izquierdo ha apretado shift tres veces antes de poner la primera mayúscula de este texto. En el espacio de esos tres segundos, que se extendieron indefinidamente, se me agitaron las manos al descubrirme incapaz de escribir algo sobre mí misma. Por eso comienzo con una acción física, casi involuntaria. Busco la seguridad de lo real como la punta del hilo con el que intentaré tejer este despropósito.
Las manos todavía tiemblan cuando les toca escribir que soy periodista. Quiero poder justificar esa respuesta a una pregunta tan cotidiana. Me siento casi en la obligación de pedir disculpas cuando choco con la sutileza de un gesto sorprendido, las clarísimas acusaciones que se cuecen en la mente de mi interlocutor y que yo misma pudiera recitar para ahorrarle el trabajo.
Me da pena decir que soy periodista, sí. Y me da terror admitir mi pena.
No se trata de un rencor enconado contra el mejor oficio del mundo, si es que se tiene por verdad absoluta la opinión del Gabo. El rencor es hacia mí, hacia mi yo periodista. El terror es resucitar cada mañana descubriéndome en un traje que me queda demasiado grande, que me ahoga de calor, que tengo pegado a la piel en espacios cruciales. Si me lo quito, si es que pudiera quitármelo, me dejaría en carne viva. La versión más indefensa e inútil de mi ser.
Yo soy periodista. Eso dice mi título universitario, mi expediente laboral, los mensajes de mi madre con la familia lejana que apenas conozco. Una palabra cargada como la pistola que sostuve alguna vez, hace años, a escondidas, y por pura curiosidad. Así mismo llegué hasta aquí, por la más pura e ingenua curiosidad, por un disparo de gracia que me dejó en alturas de las que después tuve que caer, rebotando.
Al final todo ha sido mi culpa. O, para ser más justa, mi responsabilidad. Como adulta que soy, agarro la responsabilidad por las patas, me la llevo a rastras, y me presento como prensa, como reportera, casi nunca como periodista. Se siente irrespetuoso a un oficio tan (y aquí mis dedos se demoran) audaz, a falta del adjetivo que encaje sin ranuras.
En el fondo, me consta que lo único necesario para apaciguar el cargo de conciencia es levantarme de la cama y ser audaz. Porque el periodismo no se hace solo y, por consiguiente, cualquier calificativo que se le dé vendrá de la mano de su creador.
A veces me presento como reportera porque me deja un sabor menos amargo en la boca. Pero mi definición de periodista no es cobrar por redactar noticias sobre actos que a nadie le importan. Mi definición de periodista jamás se tragaría una contrapregunta por miedo.
Será por la mala costumbre de la degradación o por el miedo al fracaso, que ni siquiera intento ser la periodista que quiero, una voz de la realidad que percibo. Dicen que ese miedo es cosa de niños perfeccionistas con padres exigentes. Yo era lo que se dice una niña brillante, una perfecta estrella en todo lo que hacía. Solo tenía que empezar y ya era buena. Años después descubro que lo de niña brillante es el mejor placebo jamás construido. Si te lo crees, lo eres.
Lo fula de verdad está cuando te revientas la cara contra el fracaso y no tienes ni la más mínima idea de cómo gestionarlo. ¿Ahora qué hago? ¿Dónde guardo la vergüenza de no ser perfecta? ¿Me trago o escupo las lágrimas que se me traban en la garganta cuando el fulano, al que no le debo nada, pero del cual necesito validación, me mira decepcionado?
Ya te digo yo que los niños brillantes no venimos equipados para ser felices. Cargamos como mochileros con la necesidad de complacer. Y está muy difícil complacer a alguien siendo periodista.
Todo el mundo dice algo diferente: Tienes que terminar el servicio social. Avísame cuando salgas en el noticiero. ¿Cómo busco tus textos en internet? ¿Pero tú entrevistaste a esta pomposa autoridad? Qué honor. Coño, que deshonor. ¿No te da vergüenza? Estás hablando mierda. Ni tú misma te lo crees. Falta de ética. Mentirosa. ¿No te gustaría hacer algo mejor, más grande y genuino? ¿No puedes? ¿Por qué no puedes? ¿No puedes o no quieres? Cobarde. Cobarde. Cobarde…
Dime tú, que estás leyendo esto, ¿a quién me toca complacer? Deja, que te respondo. A mí misma ‒cosa sumamente antiperiodística pero que busca proteger la salud mental, más importante que el periodismo. Si piensas lo contrario estás o estarás muy jodido en algún punto de tu vida.
¿Pero qué quiero yo? Durante la mayor parte de mis años en la universidad quise estar estudiando otra cosa, y por cobarde no lo hice. Lo gracioso es que ya no me arrepiento de eso. Una hace lo que puede con lo que tiene y esta es mi realidad. Me jodí o me salvé. Es mi responsabilidad decidir qué hacer a pesar del miedo.
Yo quiero, y no tengo que ir al fondo para sentirlo, ser consecuente con mi realidad y mis principios. Pero como si fuera el primer turno de una clase de Filosofía, voy cuestionando hasta llegar, si fuera posible, a la causa primera. ¿Cuáles son mis principios? ¿En qué creo? ¿Qué quiero defender? ¿Si me alcanzara la valentía para escribir algo que valiera la pena, encontraría un espacio donde publicarlo? ¿No tendría represalias sobre mi seguridad física y mi conciencia acabar con un texto en un medio cuya política editorial no esté totalmente alineada con mis creencias?
Entonces me doy cuenta de que ya estoy en esa posición. Es precisamente el hueco desde donde escribo esto, mientras trato de agarrarme de la primera soga que me saque y me deje respirar.
Yo quiero sentirme libre, entenderme. Creo que es la única forma en la que pudiera aspirar siquiera a la audacia de hacer un periodismo digno, comprometido. Lo que hago ahora mismo, la mayoría de lo que leo, no es más que harina de distintos costales, pero con la misma consistencia. Cada quien hala para su lado y yo estoy en el medio, comiendo mierda desde la tibieza, sintiéndome culpable porque unos me ven con las manos inmaculadas y otros arrugan la nariz ante lo podrido.
También tengo la opción de engavetar el título ‒metafóricamente, porque físicamente ya lo está‒ y mandar al carajo el periodismo. Al final era una candela de la que no sabía nada cuando dejé que me quemara entera. Al final podría hacer cualquier otra cosa, dedicarme a trabajar por más dinero, como casi todo el mundo, y no por vocación ni pertenencia.
Y entonces recuerdo sin querer, juro que sin querer, entre la agonía de una tarde aburrida en un apartamento de microbrigada de un barrio oriental, a una niña de no más de siete años jugando a dar las noticias, con su libretica llena de garabatos que no tenía forma de saber que algún día podrían convertirse en declaraciones, leads, datos, periodismo. Esa yo no contaba con otra vocación que dibujar y, de alguna extraña forma, terminó aquí, espantada de sí misma, con el traje pegándosele incómodo en las costillas y un hilo en la mano. Tal vez logre dejarlo a mi medida.